Teoría del espacio antropológico
El Basilisco, 1ª época, nº 4, 1978, páginas 64-67
Cultura
Gustavo Bueno
Oviedo
El concepto de «cultura» es uno de los conceptos centrales de la antropología filosófica –a la manera como el concepto de «energía» es uno de los conceptos centrales de la Física–. Pero mientras que el concepto de «energía» ha alcanzado una definición operacional (por medio del concepto de trabajo) en la que los físicos pertenecientes a las distintas escuelas están de acuerdo, en cambio puede afirmarse que cada escuela de antropólogos ofrece un concepto de «cultura» diferente. «A la vista de esto (dice Leslie A. White) uno se pregunta qué sería de la Física con una variedad tal de concepciones opuestas de la energía.»
El objetivo de estas líneas es presentar un diseño global de la idea de cultura en el que se refleje de algún modo su misma complejidad dialéctica.
1. El término «cultura» tiene una denotación muy amplia. Pero no es suficiente enumerar las partes de esta definición, porque estas partes (que no constituyen sólo la extensión externa de la idea) pueden entenderse como determinaciones de su extensión interna (partes integrales y diferenciales), de sus modos específicos: por eso es preciso intentar alcanzar también el principio que nos permite pasar de unas partes a otras partes (principio que tendría que ver con la intensión misma –con la connotación– de la idea que nos ocupa). De este modo, el concepto denotativo de cultura pide desarrollarse por medio de un concepto connotativo y, circularmente, el concepto intensional pide su desarrollo denotativo. El concepto de «curva cónica» no puede considerarse expuesto por la numeración delos modos internos o especies de su denotación (la elipse, la circunferencia, la parábola, la recta, ...); reclama un principio general (una ley, acaso la «ecuación de las cónicas») capaz, no sólo de cubrir a todos los caso particulares, sino también de determinarse («modularse») en cada uno de ellos y dar cuenta de los nexos que vinculan a los unos con los otros (y aún de las transformaciones de unos y otros).
La idea de cultua
La célebre definición que E.B. Tylor dio de la «cultura» es principalmente una definición denotativa (aún cuando contiene algunos rasgos de intención globalizadora): «La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte [incluyendo la tecnología], la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridas por el hombre en cuanto miembro de la sociedad».
Lo interesante de esta definición reside precisamente, ante todo, en su gran amplitud denotativa. Lejos de restringir el concepto de cultura a ciertos contenidos humanos, que se oponen a otros al ser considerados excelentes (estéticamente: «exquisitos»; moralmente: «buenos») –como cuando se dice: «X es una persona muy culta» o «X tiene mucha cultura»; o bien: «conviene que los ciudadanos, además de sus actividades como trabajadores, tengan acceso a las actividades culturales» (incluso instituyen al efecto «casas de la cultura», «días de la cultura», y «concejales de cultura»)– el concepto de «cultura» de Tylor abarca también a todo otro contenido humano en cuanto tal. No solamente el arte es una actividad cultural, sino que también lo es el trabajo manual; no solamente hay cultura en las «casas de la cultura», puesto que una casa cualquiera, aunque sea una choza, es también un «objeto cultural». Y no solamente es cultura la organización de un hospital –porque también es cultura la organización de una banda de asesinos–. En cualquier caso , si la definición de cultura de Tylor no quiere ser una mera enumeración (en la que aparezcan yuxtapuestos, como en un agregado, la tecnología y la moral, la religión y las formas del parentesco) es en virtud del supuesto de la unidad e interconexión (en el «todo complejo») de sus partes, una unidad que tendrá que ser establecida (de muy diversas maneras: desde el evolucionismo o el organicismo, hasta el funcionalismo o el estructuralismo) y no meramente postulada (acaso como una composición empírica de unidades, temas o pautas relativamente independientes).
Etnocentrismo Cultural, Relativismo Cultural y Pluralismo Cultural
El concepto de cultura de Tylor, en cuanto contiene la noción del «todo complejo», dice también la segregación de todo aquello que no es cultura y aún se perfila mediante esta segregación. Denotativamente, el concepto antropológico de cultura suele abarcar a todo aquello que no es naturaleza (la «cultura» se opone a la «naturaleza»; las «ciencias culturales» se oponen a las «ciencias naturales»).
2. En cualquier caso, la denotación del concepto de cultura sólo cuando se lleva a cabo por medio de criterios definicionales más abstractos puede cumplirse lógicamente. Depende de lo que se entienda por naturaleza (los procesos naturales) –dado que los procesos naturales también están presentes en el «reino de la cultura»– y, a su vez, es la denotación efectivamente realizada aquello que abre camino a un criterio definicional (intensional) más bien que a otro.
3. Desde una perspectiva lógico conceptual, aparecerá clara la Idea de Cultura en sus relaciones con la Naturaleza cuando regresamos al paralelismo de aquella Idea con la Idea medieval de Gracia: el «reino de la cultura» se sobreañadirá al «reino de la naturaleza», aún presuponiéndolo. Se trata de una situación paralela a aquella que en la edad media componía el «reino de la gracia», respecto del orden natural («gratia naturam non tollit, sed perficit»). Incluso cabe afirmar que la idea moderna de cultura se configura (al final del siglo XVIII) como una secularización del concepto de «reino de la gracia», una vez que se han producido los profundos cambios en la conciencia religiosa del mundo. Lo que en el «antiguo régimen» era el «reino de la gracia», sobreañadido a la naturaleza (lo sobrenatural) será ahora el «reino de la cultura» (incluso podría decirse que este esquema sigue presidiendo ocultamente, una de las distinciones más famosas del materialismo histórico, a saber, la distinción entre la base y la superestructura; los componentes básicos de la producción, en efecto, suelen ser entendidos desde supuestos naturalistas, mientras que las superestructuras suelen ponerse en conexión con la conciencia, con la «falsa conciencia»). Cabría desdoblar este esquema en dos momentos, de los cuales, el primero (A) tiene un carácter más bien denotativo, correspondiendo al segundo (B) en matiz de índole más bien connotativa.
Sobre La Verdad de Las Religiones y Asuntos Involucrados
A) La cultura frente a la naturaleza, equivaldría a algo así como al hombre frente al mundo natural (cosas inorgánicas, vegetales, animales). El hombre (se presupondrá) es el «ser cultural» –y la cultura se definirá, a su vez, por el hombre (los componentes no culturales del hombre –físicos, fisiológicos, incluso psicológicos). «La cultura (decía, por ejemplo, Kroeber) es el producto especial y exclusivo del hombre y es la cualidad que lo distingue en el cosmos». Tesis análogas se encuentran, también, en la Antropología de Cassirer.
B) Decíamos que el criterio anterior tiene un sentido más bien denotativo. ¿Cómo discriminar en el hombre lo que es cultural y lo que es natural? Ni siquiera las formas que son consideradas como naturales (genéricas) son previas siempre a muchas formas que se consideran culturales, porque a veces son las formas culturales las determinantes de ciertos rasgos naturales (pongamos por caso, el «aplanamiento dinárico», el aplanamiento occidental de los libaneses, ¿es natural –hereditario– o es cultural –o al menos, peristático–? La dolicocefalia, ¿no tiene que ver muchas veces con el hambre, determinada a su vez por una situación cultural, histórica? En realidad, el criterio anterior suele ir unido a este otro: la cultura es el espíritu (las ciencias de la cultura son las ciencias del espíritu) frente a la naturaleza, de carácter no espiritual (sino mecánico o, a lo sumo, orgánico, biológico). Por dónde cabría concluir que, de acuerdo con este criterio, la oposición cultura-natura es un último transformando de la oposición de la antigua metafísica espiritualista entre el alma (espíritu) y el cuerpo.
Sobre el prestigio creciente de la cultura
Ahora bien, la claridad de este concepto de cultura (en cuanto opuesto a natura) es aparente. Ella se nutre de la luz de ciertos esquemas metafísicos presupuestos, pero que son en sí mismos oscuros e incluso erróneos, cuando se contrastan con el estado actual de la investigación científica.
Principalmente:
A) Porque no cabe coordinar biunívocamente los conceptos de «hombre» y de «cultura». Hoy sabemos que también los animales (insectos, vertebrados) son seres culturales –ellos tienen lenguaje, y lenguaje doblemente articulado, utilizan herramientas o edifican habitaciones–. Si el hombre se diferencia de los animales, no será por la cultura, sino por un tipo característico de cultura, que será preciso determinar.
B) Las formas culturales no son meramente algo «espiritual» (en el sentido de mental, íntimo, consciente) –porque si la cultura es espíritu, lo es como espíritu objetivo–. Precisamente una de las razones por las cuales la ida de cultura fue presentada como sustitutivo del concepto hegeliano del espíritu (en el contexto de las «ciencias de la cultura» frente a las «ciencias del espíritu») era ésta: que la cultura (como dice H.Rickert) incluye la referencia a las formas corpóreas, dadas en el mundo exterior objetivo. Estas formas objetivas culturales incluso alcanzan una consistencia y estabilidad mayor (desde el punto de vista gnoseológico) que los procesos mentales, espirituales. «Estamos acostumbrados a hablar de los ideales imperecederos de una sociedad, pero el prehistoriador es testigo del triste hecho de que los ideales perecen mientras que lo que nunca perece son las vajillas y la loza de una sociedad. No tenemos medio alguno de conocer la moral y las ideas religiosas de los ciudadanos protohistóricos de Mohenjo-Daro y Harappa, pero sobreviven sus alcantarillas, sus vertederos de ladrillo y sus juguetes de terracota», dice Glynn Daniel.
4. Una manera muy extendida en nuestros días de definir el concepto de cultura (de suerte que cubra tanto a los hombres como a los animales, por un lado, y que, por el otro, tenga en cuenta tanto también los componentes objetivos, fisicalistas de la cultura) es aquella que conduce a lo que podíamos denominar «idea subjetiva de cultura». «Subjetiva» porque el marco en el cual la cultura ahora se inscribe es el sujeto (el sujeto psicológico, sin que haga falta que este sea entendido como «sujeto espiritual»: bastaría referirlo al organismo dotado de sistema nervioso, o al sujeto de una conducta). Dado este marco, se distinguirán aquellos aspectos de la conducta que se reproducen o transmiten naturalmente (principalmente herencia cromosómica) –como la talla, el color de ojos, &c.– y aquellos otros que se reproducen por medio del aprendizaje (principalmente, por la educación, en sentido amplio) como el lenguaje, la técnica de construir redes o el arte de tocar el violín. Todos aquellos contenidos que se reproducen (a través de las generaciones y de los siglos) por medio del aprendizaje (digamos: por el mecanismo del condicionamiento de reflejos) serían precisamente los contenidos culturales.
Ensayo de una Teoría antropológica de las Ceremonias
De este modo se lograría explicar, en primer lugar, por qué también los animales pueden tener formas de cultura (el aprendizaje es un proceso ordinario en la vida animal, tal como la estudia la etología). Y lograríamos, de algún modo, (oblicuamente), dar cuenta de la «cultura objetiva», a través principalmente del esquema del instrumento (las cosas exteriores –herramientas, vajillas,...– son culturales en cuanto que instrumentos de la conducta que, sin embargo, sigue siendo la sede propia de las formas culturales). A esta concepción subjetivista de la cultura (sin perjuicio de su naturalismo) pueden asimilarse otras muchas concepciones de la cultura que aparentemente tienen otro formato (no psicológico no biológico): así, la concepción de una cultura como comunicación o expresión de unos sujetos ante los demás; o la concepción de la cultura como conjunto de símbolos, como lenguaje –dadas las conexiones entre los símbolos y los reflejos condicionados.
Sin embargo, la concepción subjetivista (espiritualista, psicologista o sociologista) de la cultura es muy estrecha y poco filosófica. Esta concepción puede entenderse más bien como un criterio que funciona en zonas, sin duda, muy ampliadas (dada la evidente dependencia que el reino de la cultura ha de tener respecto de la conducta de los animales y de los hombres) pero que es poco profundo y, en todo caso, deja fuera procesos tan significativos como los siguientes:
a) De un lado los procesos en virtud de los cuales los patrones culturales pueden hacerse hereditarios (en el sentido en que los estudia, por ejemplo, Eibl-Eibesfeldt en El hombre preprogramado).
b) De otro lado los procesos según los cuales la reproducción de una forma cultural no tiene lugar por vía subjetiva: un disco grabado (que es un bien cultural) se reproduce mecánicamente a través de la impresión de su matriz, y no a través del aprendizaje.
Qué es la ciencia
5. La cultura (como conjunto de formas culturales –pautas, contenidos, &c.) no parece poderse reducir ni a algo subjetivo (segundogenérico) ni a algo objetivo (primogenérico). Y no porque sea un tertium (terciogenérico), sino porque consta de componentes genéricos de toda índole (M1, M2, M3) organizados a una cierta escala (la que corresponde a aquello que Kroeber llamó lo superorgánico). Acaso sea esta circunstancia la que le confiere al concepto de «cultura» ese carácter abstracto, «intangible», que algunos (como Herskovits) quieren atribuirle a regañadientes, pero que no es nada peculiar suyo (tan abstracto e «intangible» es el concepto de energía; y, por contra, un objeto cultural –por ejemplo, un templo– es tan visible e intuitivo, o acaso más, que un objeto natural –por ejemplo, un átomo–).
6. Si desapareciesen los sujetos, también la cultura: las formas culturales perderían su significado. «Nada es la torre, nada la nave, sin los hombres dentro que la habitan» (dice el sacerdote en su primer parlamento del Edipo rey de Sófocles). Pero de aquí no se sigue ningún subjetivismo(sociologista y psicologista). La cultura no es un mero reflejo de la sociedad (las pirámides de Egipto no se agotan en ser un reflejo de la sociedad faraónica, puesto que muchas de sus características culturales proceden de otras formas artísticas, incluso de otras sociedades), ni tampoco es un mero resultado de la conducta (el ritmo de una sinfonía –y no digamos su estructura armónica– no es deducible meramente de los ritmos cardíacos). Las leyes psicológicas o sociológicas no pueden dar cuenta de las legalidades que gobiernan las formaciones culturales y, en gran medida, puede afirmarse que el proceso de constitución de las ciencias culturales (la lingüística, la economía política por ejemplo) ha comportado la liberación del psicologismo, y la lucha contra él. (A partir del conocimiento de la psicología de Vivaldi muy poco podemos obtener para comprender el tejido de un concierto suyo; incluso se diría que la formación psicológica más oscurece el entendimiento de ese tejido que contribuye a aclararlo). La lucha contra el psicologismo (el de Herkovits, el de Ruth Benedict), en la definición de cultura, y (sobre todo en España) contra el sociologismo (el de Boas, el de Radcliffe Brown) sigue siendo una de las más urgentes tareas de la Antropología filosófica.
¿Qué es la filosofía?
7. Si se suprimiesen los objetos corpóreos, desaparecería la cultura, porque las formaciones culturales ni siquiera serían cognoscibles, al reducirse a un conjunto de fantasmas mentales (lo émico de Pike no tendría por qué entenderse en la línea del mentalismo). «La piedra es grave, el espíritu es libre» dice Hegel; pero lo cierto es que el espíritu, la cultura, también pesa, porque pesado es el Partenón o la edición Kögel de Mozart.
8. Si prescindimos de la trama de las peculiares relaciones terciogenéricas según las cuales se organizan las formas culturales (las normas morales, los valores estéticos, las legalidades económicas), el reino de la cultura se convertiría en un agregado amorfo y caótico.
9. La cuestión estriba entonces en poder regresar a un punto tal en el que el concepto de cultura pueda abrazar normativamente a la vez a sus componentes subjetivos (conductuales) y a los componentes objetivos, sin subordinar los unos a los otros. (Cuando L.A.White define la cultura por el simbolizar –actividad de índole más bien subjetiva– pero incorpora a las cosas en cuanto «simbolados» (symbolate), está en rigor reduciendo psicológicamente, aún en contra de sus pretensiones no psicologistas, el concepto, puesto que los objetos de referencia de los símbolos, denominaciones extrínsecas y pasivas de una actividad conductual subjetiva).
¿Para qué sirve la filosofía?
Por nuestra parte, propondríamos este regressus como un regreso hacia una escala de organización o de estructuración tal que los contenidos de la cultura que las partes formales del «todo complejo» pueda reconocérseles una causalidad propia (lo que no excluye, sino más bien incluye, el reconocimiento de los procesos causales materiales dados a una escala inferior). Si esta causalidad no fuera de algún modo reconocida, si la causalidad cultural fuera sólo la causalidad psicológica o la sociológica, entonces las formaciones culturales habrían de entenderse sólo como inertes resultados fenoménicos (epifenómenos) sin identidad organizativa propia, como constelaciones cuya figura tiene sólo la realidad de la apariencia. El reino de la cultura aparece como orden autónomo y dinámico cuando a consecuencia de la complejización de los procesos conductuales y mecánicos (ecológicos, &c.) van resultando líneas de conexión causal (formal, por ejemplo) dadas a una escala tal que desborde tanto la escala de la conducta como la escala ecológica del medio, hasta el punto de que los procesos dados en esta última escala comiencen a ser, en parte, al menos, algo subordinado al nuevo reino (una lengua comenzará a ser previa a los propios individuos de la sociedad que la habla, comenzará a ser moldeadora de esos individuos más que recíprocamente; comenzará a hacer posible la constitución de las personalidades dentro de las culturas). Si el reino de la cultura va organizándose (suponemos) precisamente en estos procesos de complejización (de ahí su naturaleza histórica) se comprende que no baste la transmisión por aprendizaje para poder hablar de cultura (el aprendizaje es también naturaleza aún cuando, efectivamente, el reino de la cultura subsiste, como pretende ese organicismo que se continúa en la doctrina del «Paideuma» de Frobenius) como algo independiente de los procesos psicológicos o sociales (en particular, de las relaciones que llamamos apotéticas) y de los procesos físicos, mecánicos, orgánicos. La cultura implica una sociedad, pero no se trata del reverso y del anverso de un mismo tertium ( el anverso y el reverso de una misma hoja de papel carbón); cultura y sociedad se comportan más bien como conceptos conjugados, pero de tal suerte que se desbordan mutuamente y que son, en cierto modo, inconmensurables.
En cualquier caso, la nueva legalidad que atribuimos al reino de la cultura no tiene por qué ser una legalidad inaudita: las estructuras culturales pueden realizar una refluencia de las estructuras naturales (de nivel «más bajo») asemejarse a ellas, sin que por ello pueda decirse que brotan directamente de ellas. Las tenazas de un herrero pueden reproducir, en virtud de motivos topológicos (en el sentido de René Thom) la estructura de las pinzas de un cangrejo, sin que por ello pueda decirse que son un transformado de esas pinzas y ni siquiera que se han inspirado en ellas; la trayectoria de un taxista de París puede reproducir la trayectoria de un movimiento browniano, sin que por ello sea necesario reducir las leyes culturales a la condición de leyes físicas (al modo de Winiarski).
Los orígenes de la filosofía
La idea de cultura, entendida de este modo, no podrá, por tanto, desarrollarse internamente por medio de una división tal como la que opone cultura subjetiva a la cultura material (o, para utilizar terminología clásica, la que opone lo agible a lo factible), dado que en todo momento de una formación cultural existen componentes subjetivos y objetivos.
10. Pero con esto no pretendemos significar que la distinción entre objetos culturales «agibles» (las leyes, las instituciones, los negocios jurídicos) deban confundirse con los objetos culturales «factibles» (las máquinas, los edificios, las carreteras).
El principio interno de clasificación de formas culturales habrá de derivarse de la misma idea de cultura, que se desarrolla precisamente y toma cuerpo en tal derivación. Si en esta idea de cultura, como orden superior al de las relaciones naturales (psicológicas, sociológicas, biológicas, físicas) y moldeadora, de algún modo, de las recurrencia de esas relaciones, habíamos puesto la causalidad (y, por así decirlo, el automatismo) de secuencias dadas a una escala sui generis (aquella que conocemos denotativamente y sólo de este modo) la división de la idea de cultura podría fundarse en la consideración de los lugares o núcleos independientes (aunque confluyentes) en donde (a nivel material, de partes materiales, dado que dudamos de las doctrinas «organicistas») se asientan los automatismos moldeadores de referencia, automatismos cuya estructura desempeña el papel de un programa, de un paradigma de la morfología de un objeto cultural. Distinguiremos así:
I. Contenidos culturales cuya recurrencia depende sobre todo de los «automatismos conductuales», aquellos que constituyen una suerte de programa o pauta de secuencias grabadas en el sistema nervioso de cada sujeto corpóreo (ya sean estos programas instaurados por aprendizaje –y aquí encuentra su principal material la polémica «cultura» y personalidad–, ya los sean por herencia, ya lo sean por ambos cauces a la vez). Evidentemente esta cultura intrasomática (moral, lingüística) es una determinación del concepto de cultura.
Espiritualismo y materialismo en filosofía de la cultura.
II. Contenidos culturales cuya recurrencia depende de dispositivos empíricos, o automatismos sociales constituídos por la concurrencia de diversos sujetos corpóreos (cultura intersomática): son las instituciones, el Estado, las leyes del Critón platónico.
III. Contenidos culturales cuya recurrencia depende de automatismos extrasomáticos (que sin embargo pueden considerarse que funcionan como programas), dotados de un finis operis que se superpone al finis operantis; es el finis operis de una calle, de una máquina, de una ciudad, en general de un trozo de lo que suele llamarse cultura objetiva.
11. El desarrollo de la idea de cultura en sus estadios de cultura animal y cultura humana habrá que trazarlo a partir de esta división interna de la cultura. La cultura humana es más compleja que la animal y posiblemente se constituye como tal a partir del incremento de la «cultura extrasomática», del despegue de la cultura respecto de los cuerpos consecutivo a la proliferación de automatismos objetivos (maquinas, escritura). Para acogernos a la terminología clásica, cabría distinguir, dentro de la idea general de cultura, una cultura anímica (la del animal, muy diferenciada en sí misma) y una cultura espiritual, pero siempre que tomemos este concepto en el sentido de espíritu objetivo (que constituiría la definición misma del hombre como ser histórico).
12. En cualquier caso, el reino dela cultura humana no debe entenderse como una entidad homogéneas y armónica: sus automatismos son muy heterogéneos y se enfrentan entre sí, y la «cultura universal» sólo puede entenderse como algo que está en proceso, como algo que es el argumento mismo de la historia.
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Textos de Gustavo Bueno
El Basilisco
Qué es un aventurero
El Catoblepas • número 37 • marzo 2005 • página 2
Sobre el prestigio creciente de la cultura
Gustavo Bueno
Texto publicado por la revista La Clave, en su suplemento Especial 200 claves (febrero 2005)
De poco sirven los análisis o las críticas. El término cultura sigue creciendo en prestigio dentro de la jerarquía de los valores democráticos. No en vano el artículo 44.1 de la Constitución de 1978 encomendaba ya a los poderes públicos promover y tutelar el acceso a la cultura, a la que todos los ciudadanos tienen derecho. Es cierto que los Padres de la Patria no se dignaron indicarnos de qué cultura se trataba. ¿Acaso se refirieron premonitoriamente a la cultura maya, al menos para los ciudadanos procedentes de la inmigración hondureña o guatemalteca? ¿Acaso se refirieron a la cultura islámica, al menos para los ciudadanos o aspirantes procedentes de la inmigración marroquí o turca? ¿Acaso se preveía el acceso a la cultura vasca o a la catalana, al menos para los ciudadanos de las comunidades autónomas respectivas?
El prestigio de la cultura dimana ante todo, al parecer, de fuentes étnicas o nacionales (de naciones étnicas). En ellas sopla el Espíritu del pueblo, la versión moderna del antiguo Espíritu Santo, que regalaba sus dones a los hombres elevándolos por encima de su condición meramente natural. Pero lo que el Espíritu del pueblo inspiraba a las naciones era su cultura. Y sólo cuando una cultura nacional (una nacionalidad étnica) hubiera sido revelada –dijo Juan Teófilo Fichte– podría constituirse un Estado legítimo, el «Estado de cultura» (no ya el «Estado de derecho», o el «Estado de bienestar»). La lección de Fichte la han aprendido bien algunos gobiernos de comunidades autónomas que saben ha de comenzarse por fundar una cultura nacional propia (catalana, vasca, galaica... acaso berciana o vadiniense) para reclamar a continuación un Estado soberano (el Estado catalán, el Estado vasco... o el Estado vadiniense).
La gran ventaja del prestigio creciente de las culturas nacionales (o de las nacionalidades culturales étnicas) es que ellas permiten reconocer el máximo respeto a las más «vidriosas» costumbres o normas religiosas o morales (desde el vudú hasta la poligamia, desde la inmolación hasta el infanticidio, desde el sador hasta el burka) por su condición de contenidos de una cultura. Una práctica religiosa quedará legitimada automáticamente, en una sociedad pluricultural (sin necesidad de entrar en engorrosos debates teológicos) simplemente porque es «cultura». De otro modo: una práctica religiosa «se pone en valor» cuando se subsume en una cultura, a la manera como las acciones de una empresa media «se ponen en valor» cuando logran cotizarse como valores de la bolsa (¿quién hubiera pensado Müller-Freienfels, que fue el que inventó, hace ya muchos años, la Wertsetzung, traducida por la expresión bárbara «poner en valor», hoy también en alza?).
Lo sagrado: númenes, fetiches y santos
La otra fuente del prestigio de la cultura no mana exclusivamente de fuentes étnico-nacionales, sino más bien de fuentes «espirituales». Los ministerios de cultura –pero también las consejerías de cultura o las concejalías de cultura– se ocuparán de conservar y promover esta «cultura espiritual», cuyos valores más altos pueden tener nombres como los de Cervantes, Mozart o Velázquez. Pero la razón por la cual Mozart (que Mao devaluó como «música burguesa») será «puesto en valor» no será otra sino la condición cultural de sus sinfonías o de sus conciertos. Como si el valor de la sinfonía 25, pongamos por caso, derivase de su condición cultural, cuando es la «cultura» la que recibe su valor por albergar en su reino a la sinfonía 25. ¿Acaso la silla eléctrica no es también cultura, y alta cultura civilizada, por cuanto supone el control de la energía eléctrica?
El prestigio de esta cultura espiritual, que es internacional sin dejar de ser nacional, es el que inspiró, hace todavía pocos años aquel sorprendente binomio de las «fuerzas del trabajo y fuerzas de la cultura» («Fuerzas de la cultura asaltan el Rectorado de Barcelona», era un titular de un Mundo Obrero de los años 50). La expresión «fuerzas de la cultura» está en desuso, como lo está la expresión, habitual hace años, «la culta señorita». Pero simplemente porque es suficiente decir «cultura», sin necesidad de apelar a las fuerzas ni a las señoritas. Cuando la prensa de nuestros días informa sobre una boda principesca, o sobre una recepción palaciega, dirá obligadamente (después de señalar que asistieron ministros, parlamentarios, presidentes de autonomía, empresarios, banqueros...): «también estuvo representada la cultura.»
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Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • www.nodulo.org
impresa el lunes 14 de diciembre de 2009 desde:
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Lévi-Strauss y el estructuralismo.
I 1
El Basilisco, nº 20, 1996, páginas 87-88
Sobre la realidad de los númenes animales
en la religiosidad primaria
Gustavo Bueno
Oviedo
En su carta abierta a Alfonso Tresguerres parece que las objeciones de Gonzalo Puente Ojea a la tesis central de El animal divino, en torno al origen y alcance de la religión primaria, se decantan (o se concentran) en la cuestión de la «realidad» de los númenes animales, o de los animales como númenes. Puente Ojea no niega que, al menos en muchas ocasiones, los animales han podido presentarse a los hombres como númenes: lo que niega es que esta presencia pueda entenderse de otro modo que como una «ilusión», porque (viene a decir Puente Ojea) en ningún caso podemos aceptar hoy, ni de lejos, que los animales sean o hayan podido ser númenes reales. La realidad de los animales que han podido ser percibidos como numinosos no tendría nada que ver, por tanto, con una supuesta realidad de los númenes como animales. ¿Y cómo habrían podido llegar siquiera los animales reales a ser percibidos como númenes imaginarios? En virtud de un mecanismo de «proyección antropomorfa», que arrojaría como resultado esa ilusión, similar a la que dio origen a la creencia en las ánimas, tal como Tylor, al parecer, la presentó en sus obras Antropología y Cultura Primitiva. De donde parece desprenderse que la «proyección» que conduce a la ilusión de la numinosidad de algunos animales es de la misma estirpe que la «proyección» a partir de la cual (siguiendo a Tylor) habría dado comienzo el animismo, entendido como origen efectivo de las religiones. En el fondo (aunque esta conclusión no la ofrece explícitamente Gonzalo Puente Ojea) la numinosidad animal sería un caso particular de animismo, y la teoría de la religión expuesta en El animal divino podría ser reducida a la teoría animista de Tylor.
No juzgamos necesario, una vez que ya está ya publicada la crítica de Gonzalo Puente Ojea y las respuestas de Alfonso Tresguerres (así como la de Pablo Huerga) volver de nuevo a una confrontación de carácter general entre la teoría animista y la teoría zoogénica. Pero sí encuentro de una gran utilidad la reexposición de algunas de estas respuestas circunscribiéndolas al terreno en el cual Puente Ojea reconoce animales numinosos, aun a título de «ilusiones». Porque, por referencia a estas situaciones, acaso podamos entender mejor qué puede querer significar la tesis «animista» («estos animales son vistos ilusoriamente como númenes, pero no son númenes reales, puesto que su numinosidad es efecto de una proyección animista») en cuanto contradistinta de la tesis zoogénica («estos animales que aparecen como númenes son precisamente los númenes reales, y el origen de los demás númenes, y no el efecto de una proyección antropológica»).
I.2.
La tesis de Gonzalo Puente Ojea parece estar orientada a subrayar la necesidad de ver hoy y retrospectivamente a los animales como meros organismos instintivos que sólo pueden recibir el tratamiento propio de una Zoología tradicional, pensada como disciplina contradistinta a la Antropología. Sólo el hombre tiene conciencia, designios, lenguaje, &c.; de donde habrá que inferir que si los hombres, alguna vez, perciben algunos animales como entidades numinosas, ello sólo puede ser efecto de una ilusión, de la proyección a los animales de sus características propias. Parece que semejante tesis no quiere entrar siquiera (en virtud de su concepción previa acerca de la naturaleza de los animales) en el contenido de la tesis central de El animal divino: que los númenes reales fueron los animales (algunos animales) enfrentados a los hombres primitivos. Como se supone que esto es inadmisible a priori, habrá que explicar por qué los animales podrían haber sido percibidos alguna vez como númenes. Y es en este contexto en el que se abre camino la hipótesis de la «proyección». Pero sería inexplicable la posibilidad misma de esta proyección de algún esquema propio del cerebro humano en una pantalla animal si el cerebro no tuviera ya ese esquema. [88] Dicho de otro modo: los hombres deberían ser numinosos en sí mismos para así poder «proyectar» su numinosidad a los animales (requisito que podría ponerse en correspondencia con la doctrina general de Gonzalo Puente Ojea aplicada a los dioses: también proceden ellos de proyecciones llevadas a cabo por los animales humanos, por los hombres, de acuerdo con la doctrina circular de la religión).
Acaso la raíz de la posición de Gonzalo Puente Ojea resida en un tratamiento «sustancialista» del predicado «numinosidad real» o «realidad del numen». Como si la numinosidad hubiera de ser aplicada, y por vía «metamérica», a un sujeto (animal o humano) como un predicado sustancial. Ahora bien, como el sujeto de esta numinosidad, así entendida, no podría ser por hipótesis un animal, habría que derivar tal numinosidad atribuida a los animales a partir de la fuente humana.
Pero ni la numinosidad ni la realidad tienen por qué entenderse sustancialísticamente, en el animal o en el hombre, si es que la numinosidad (y la realidad) aparecen precisamente en el enfrentamiento diamérico de los animales a los hombres y de los hombres a los animales, en determinadas condiciones a partir de las cuales los hombres y animales se codeterminan:
I.3.
Los animales (ciertos animales), en condiciones determinadas, se manifiestan a los hombres como númenes porque la distancia real entre animales y hombres, en el terreno de la esencia, es precisamente, en el momento del «hacerse del hombre», la que está recogida en esa numinosidad. Por ello, los animales son númenes reales en tanto su numinosidad constituye el modo de configuración objetiva de esos animales ante los hombres, un poco a la manera como el color rojo es la cualidad cromática real según la cual se presenta al ojo humano un objeto que refleja la luz a 603,5 mμ. No es que el objeto coloreado sea «en sí mismo» rojo; pero tampoco su rojez es una «ilusión», ni siquiera una «cualidad secundaria» en cuanto sensación interna de la mente (al modo cartesiano) o «proyección del cerebro», o una mera secreción de los nervios sensitivos (al modo de la «ley de Müller»). La numinosidad animal, precisamente por proceder de los animales reales no tendrá tanto que ver con las afecciones internas «proyectadas» por los hombres, del mismo modo que el color rojo también procede de una estimulación del área 17 de Broadman producida por una longitud de onda de 603,5 mμ (sólo después de haber recibido y procesado este estímulo el cerebro podrá reproducir el rojo subjetivo, pero no a título de proyección sino de reviviscencia). Por ello, la numinosidad (recogida ulteriormente en experiencias secundarias y terciarias) no procederá del hombre, sino de los animales. Recíprocamente (cuando nos situamos en el punto de vista del «adulto civilizado»), la numinosidad animal primaria sólo puede entenderse, no directamente, sino a partir de las experiencias religiosas secundarias o incluso terciarias.
Por todo ello, la tesis de la numinosidad real (no proyectiva o imaginaria) equivale a la afirmación de que las religiones primarias son verdaderas: el «universo» en sus formas animales es el que se presenta como numinoso a los hombres en la etapa de su conformación, en el momento de distanciarse de los animales de donde ellos habían salido. Es en estos momentos en donde podría haberse conformado una «cualidad» característica, la cualidad de la numinosidad, si así se quiere, en cuanto fenómeno real, a la manera como se conforma un acorde de órgano característico a partir de una disposición objetiva de diversos manantiales de sonido (no de uno aislado), o como se conforma una franja multicromática característica a partir de una disposición de diversos manantiales de luces de diferentes frecuencias. El acorde profundo numinoso, resultante del «enfrentamiento» de las formas animales a las formas humanas en sus pasos primeros, será también el manantial de los ulteriores «acordes» que puedan resonar, como un eco (y, a veces, hasta regenerarse o refluir) en fases más tardías de la religiosidad. La numinosidad animal, por tanto, tampoco podrá ser reducida a la presencia pura de un organismo animal (tal como hoy puede ser re-presentado en un Atlas de Anatomía, por ejemplo) ante un hombre en formación, sin más complicaciones, como una suerte de mero «efecto de perspectiva», aunque fuera objetiva. Las coordenadas de un Atlas de Anatomía no son las únicas coordenadas que podemos utilizar; es preciso también regresar a coordenadas más amplias. Podemos considerar por ejemplo, a los animales, como morfologías que van con-formándose ellas mismas en un proceso cósmico, precisamente al enfrentarse con otros animales. Porque un animal no es una sustancia dotada de predicados absolutos (metaméricos) sino una «fase del universo» que alcanza su propia forma (incluso la anatómica) diaméricamente, ante los otros animales: su fenotipo está siempre en función de operaciones que han de ser capaces de trascender muchas veces al genotipo, si es que se quiere entender la causalidad de la conducta en la evolución de las especies. En el caso del hombre (que tampoco es una sustancia) la «morfología» de su mundo estará también en gestación: desde este punto de vista cabría decir que la numinosidad tiene que ver con este proceso «cósmico» en el que los animales «segregan» a un hombre que comienza a enfrentarse con aquello mismo de donde brotó, cuando no tiene otras referencias para determinar su situación y la de las entidades que se le enfrentan.
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Textos de Gustavo Bueno
El Basilisco
I.4.
El Basilisco, nº 20, 1996, páginas 73-78
Religiones y animismo.
Respuesta a Gonzalo Puente Ojea{1}
Gustavo Bueno
Oviedo
La última y más amplia reseña crítica de El animal divino{2} ha sido publicada por Gonzalo Puente Ojea en 1995{3}. En su libro, Elogio del ateísmo, dedica un capítulo a enjuiciar El animal divino. Como resultado de su crítica propone la reivindicación de la teoría animista de Tylor frente a las posiciones mantenidas en El animal divino que, efectivamente, contenían implícita una crítica frontal a la teoría de Tylor (crítica explicitada en parte en el escolio 6, redactado con anterioridad a la aparición del libro de Puente Ojea).
Las religiones –sostuvo Tylor– habrían evolucionado a lo largo de la historia a partir de un animismo primitivo (a partir de la creencia en la existencia de almas invisibles que rondan en los alrededores de árboles, pantanos, casas, hombres muertos o habitan en el interior de fetiches, espadas, &c.). Esta tesis de Tylor sigue inspirando a sociólogos y geógrafos de nuestros días cuando levantan las estadísticas o los mapas de las religiones de la tierra en la actualidad. Según esto, hoy, como en la época de Tylor, el término «animismo» no sólo es el nombre de una teoría de las religiones primitivas sino que también se usa intencionalmente como si fuese una descripción de religiones actuales, del presente (aunque sea el presente constituido por «nuestros contemporáneos primitivos»).
Como suele ocurrir en estos casos la confusión entre la teoría, considerada verdadera, de una realidad y la realidad misma se mantiene de un modo, diríamos inconsciente, en quienes utilizan el término equívoco.
Ahora bien: Puente Ojea va más allá, y ello precisamente porque comparte (según dice en su libro) muchos de los planteamientos iniciales de El animal divino, y, en particular, la «teoría de teorías filosóficas de la religión» según la cual habría que reconocer dos grandes familias de teorías filosóficas de la religión: la que comprende a aquellas teorías que ponen el núcleo de la religión en el hombre (teorías circulares de la religión, cuya fórmula más expresiva la habría propuesto Feuerbach: «los hombres hicieron a los dioses a su imagen y semejanza») y la que engloba a aquellas teorías de la religión que ponen su núcleo en determinados sujetos operatorios no humanos (teorías angulares de la religión; esta segunda familia incluye entre otras la teoría zoomórfica, cuya divisa podría ser la siguiente: «los hombres hicieron a los dioses a imagen y semejanza de los animales»).
I.5.
Es, en efecto, desde este planteamiento de lo que habría de ser una teoría filosófica –no metafísica ni tampoco científica– de la religión (por tanto, un planteamiento que presupone ya la crítica a las teorías metafísicas –sobre todo a las ontoteológicas– de la religión, así como también la crítica a [74] las teorías científico categoriales de la misma) desde donde Puente Ojea parece llevar a cabo su crítica a El animal divino.
La cuestión fundamental estribará entonces en determinar las razones por las cuales podemos tomar la decisión de seleccionar alguna de las teorías circulares posibles como teoría más adecuada, o bien la de seleccionar alguna de las teorías angulares posibles con la misma intención. Dicho de otro modo: Puente Ojea está interpretando al animismo de Tylor como una teoría circular de la religión; lo que se corrobora además en la siguiente afirmación «metodológica»: «La decisión en favor de la teoría angular de GB o de la teoría circular de Tylor descansará, en último término, en supuestos axiomáticos relativos a la naturaleza del pensamiento humano» (pág. 103). Proposición con la cual, por lo demás, y en líneas generales, no puedo menos de estar de acuerdo.
Puente Ojea, sin perjuicio de la simpatía hacia la obra que analiza y acaso precisamente por ella, penetra con su acerado bisturí crítico en el centro mismo del asunto y pone al rojo vivo muchos rescoldos o cuestiones que acaso latían, demasiado tranquilos, en el fondo de las cenizas.
Me atendré a tres de estas cuestiones que, sin ser las únicas, son acaso las más pertinentes para nuestro propósito:
1) Una de índole general: ¿qué significa decisión u opción basada en principios axiomáticos? ¿acaso –como explicita Puente Ojea– significa que la teoría angular (más concretamente: zoomórfica) de la religión comienza optando, como si fuera un axioma (o un postulado), por la naturaleza numinosa de determinados animales? En este caso, cualquier teoría angular podría sencillamente (salvo por cortesía) dejarse de lado en nombre de otros principios axiomáticos que postulasen, y no gratuitamente, sino en virtud de supuestos antropológicos precisos, que es en los hombres en donde habría que situar el núcleo original de las religiones primitivas.
2) Otra de índole particular, pero de gran transcendencia en una argumentación ad hominem: ¿puede sin mas considerarse a la teoría animista de Tylor como una teoría circular, en sentido filosófico, de la religión?
3) Una tercera cuestión, más bien oblicua (aunque no accidental): ¿qué implicaciones filosóficas diferenciales tienen las teorías circulares y las teorías angulares en relación con el «espacio antropológico»?
* * *
I.6.
1) Comenzaré refiriéndome a la primera cuestión con una precisión previa también metodológica: la de que la teoría de teorías filosófica de la religión propuesta en El animal divino va referida a teorías filosóficas (que incluyen la cuestión de la verdad de las religiones), no a teorías psicológicas (o de formato categorial) o metafísicas. Según esto, una teoría, para ser teoría circular, en un sentido filosófico, no puede limitarse a presentar contenidos antropológicos que (como ocurre, sin duda, al menos en parte, con las animas de Tylor) no sean tenidas por reales, sino por productos de la imaginación, por alucinaciones, ensueños, «proyecciones mentales», nomina numina, &c. Una teoría que pone a las ánimas imaginarias como núcleo de la religión, no será una teoría filosófica sino, a lo sumo, psicológica. Por ello El animal divino, bajo la rúbrica de teorías circulares de la religión, se refería, de modo directo, a teorías que apelan a contenidos humanos tenidos por reales y no imaginarios (como pudieran serlo una sociedad determinada, un emperador o la humanidad); y sólo indirectamente con contenidos antropomórficos considerados como irreales. Ahora bien: cuando una teoría psicológica (o sociológica) se utiliza con pretensiones filosóficas (sin duda porque los «mecanismos psicológicos» a los que apela –alucinaciones, ensueños, «proyecciones mentales»...– son interpretados ontológicamente, como ocurre cuando se les caracteriza como «alienaciones» (pero no en el sentido psiquiátrico), entonces cabría decir, por de pronto, que tal teoría psicológica está desempeñando el papel de una teoría idealista de las religiones efectivas, puesto que está asignando a procesos mentales nada menos que el papel de causas de procesos que pretenden ser reales (y verdaderos), como las religiones. La metodología materialista de El animal divino inducía a reconducir las teorías circulares, en su sentido más amplio, al terreno en el que las referencias antropológicas fuesen reales. Por ello, y por la misma razón por la cual no daba «beligerancia» (filosófica) a los númenes angulares demoníacos (por su irrealidad) tampoco da beligerancia a los númenes circulares animistas (por su carácter reconocidamente imaginario); esta es la razón por la cual en El animal divino se dejaban de lado a los númenes fenoménicos de tipo η. Por otra parte me permito advertir que la creencia en las ánimas que rondan alrededor de los cadáveres de los árboles, &c., es alucinatoria, tanto si es fruto de una «deducción racional», como si es fruto de una «asociación instantánea»; la diferencia que sugiere Puente Ojea (pág. 87) no es relevante desde el punto de vista lógico: tan asociativa es la deducción, como deductiva la ocurrencia asociativa, y únicamente cabe poner una diferencia en las velocidades de asociación, pero no una diferencia lógica. Cabría sin embargo definir la deducción como una «asociación hipotética», pero entonces sólo por vía «alucinatoria» podríamos entender la transformación de lo que es una hipótesis en lo que se presenta como una evidencia (cuando la consideramos desde el punto de vista emic).
No «dar beligerancia» (filosófica) a las teorías circulares animistas no quiere decir que no consideremos como una [75] alternativa filosófica a las teorías circulares en general y, sobre todo, al humanismo transcendental. Precisamente por ello, la teoría de teorías de El animal divino establece dos alternativas filosóficas posibles, y reconoce en la alternativa circular el camino para una «verdadera filosofía» de la religión.
Ahora bien: los motivos para inclinarse por la alternativa angular no son de índole axiomático-lineal (reducible a algo así como una intuición o vivencia de la numinosidad de algún animal) o simplemente de la índole de los postulados en sí mismos gratuitos, susceptibles de ser considerados como «decisiones», porque en este caso tampoco podrían rebasar un horizonte puramente psicológico-subjetivo. Los motivos son dialécticos (axiomático-dialécticos), y concretamente, ante todo, apagógicos, si se quiere, ex consequentiis más que ex principiis.
II.1.
La misma perspectiva axiomático lineal desde la cual Puente Ojea contempla el problema de la decisión entre dos «opciones» que estarían abiertas, según la teoría de teorías, a la filosofía de la religión, es la que mantiene al criticar la selección de los númenes que El animal divino hace del conjunto del «material religioso». Esta perspectiva es seguramente la que le produce la impresión de que en El animal divino estoy definiendo arbitrariamente cuales fenómenos son religiosos y cuales no lo son («aquí habría que preguntar a GB, como él lo hace con Marvin Harris, quién tiene títulos legítimos para definir lo que es religiosidad, para determinar qué fenómenos son o no son religiosos», pág. 88). Pero atribuirme una perspectiva axiomática que postula por decreto las definiciones, es de todo punto improcedente. El animal divino no trata de definir axiomáticamente, de modo lineal, qué es y qué no es religioso; ante bien, supone el material religioso ya dado (cierto que como un «conjunto borroso») y constata que ese material es heterogéneo en grado máximo y que, además, los contenidos de tal material no coexisten pacíficamente, sino que compiten, incluso por su existencia, los unos con los otros (unas veces la religión es lo que tiene que ver con Dios y, a su través, con las demás cosas; otras veces las religiones positivas son, ante todo, lo que tiene que ver con los templos, los sacerdotes y las ceremonias, de suerte que dios o el diablo sean sólo contenidos de esos templos, de esas ceremonias o palabras de aquellos sacerdotes). No se trata por tanto de «definir» la religión axiomáticamente, sino de determinar un núcleo dado el cual puedan ser tejidos los demás contenidos y la selección atienda no a los principios sino a los resultados: si se eligen los númenes corpóreos es porque se habían desechado otros muchos candidatos (por su carácter metafísico o por cualquier otro motivo, es decir, dialécticamente), y porque la selección parecía ofrecer una potencia infinitamente mayor para dar cuenta, y muy matizadamente, de la presencia, «en el conjunto borroso» de los materiales religiosos, de los contenidos más heterogéneos. Por tanto no hay ninguna exclusión axiomática, a priori, de ningún contenido, como ajeno a la religión; lo que hay es una selección de contenidos considerados de modo universal religiosos atendiendo a su capacidad para conducirnos a otros muchos contenidos que se apartan más o menos del núcleo (vid. Escolio 4).
La argumentación de El animal divino, por tanto, lejos de proceder a partir de principios axiomáticos en su sentido lineal, podría recibir la forma de un silogismo disyuntivo, a saber: o A (en rigor, A1, A2, A3,...; teorías circulares) o B (en rigor, B1, B2, B3,...; teorías angulares). Pero A resulta inviable, en virtud de una argumentación necesariamente prolija y pormenorizada, luego B. Lo que no excluye, desde luego, que B (en rigor Bi) haya de apoyarse también en motivos positivos.
II.2.
Ante todo, por consiguiente, habrá que delimitar las teorías circulares (o reducibles al círculo de lo que consideramos humano). Podríamos empezar por aquellas teorías que ofrecen como núcleos de la religión contenidos imaginarios, y este es el caso de Tylor, invocado por Puente Ojea. Y las críticas que El animal divino lleva a cabo contra el animismo de Tylor no se fundan tanto en la condición «circular» de la teoría (condición que se le atribuye sólo interpretative, es decir, desde una teoría circular filosófica ya establecida) sino en su condición de teoría mentalista (psicológica); porque el animismo invocado por Puente Ojea, al poner como núcleo de las religiones a ciertos mecanismos propios de la alquimia mental de los primitivos –y de los contemporáneos–, a oscuras proyecciones antropomórficas, a terrores psicológicos alucinatorios, [76] a «vida alienada» (sin que se explique si esta alienación se toma en un sentido positivo-psiquiátrico, o en un sentido metafísico), tiene poco que ver con una teoría filosófica circular (como pueda serlo el «humanismo» de Feuerbach). Propiamente, la teoría animista de la religión no es una teoría filosófica, sino, al menos intencionalmente, debería ser clasificada como una teoría científica. En realidad es sólo ciencia ficción, porque su metodología propicia un tratamiento reduccionista de las religiones, un tratamiento psicológico (y el psicologismo es el mejor aliado del idealismo histórico) totalmente desproporcionado al caso, por cuanto pretende, en el fondo, «explicar» la enorme masa del cuerpo histórico de las religiones, a partir de los terrores nocturnos (se supone) producidos por hipotéticas «proyecciones antropológicas» que darían lugar, al parecer, a los fenómenos alucinatorios sobre apariciones de almas de difuntos, de démones o de ángeles custodios.
Otra cosa es que cuando hablamos de teorías circulares de la religión nos refiramos al humanismo transcendental, cosa que Puente Ojea no hace, al menos explícitamente, salvo que reinterpretásemos las teorías animistas desde la oscura y metafísica idea de la alienación humana (idea hegeliana, heredada en parte por Marx, y recuperada por el existencialismo) como proceso «transcendental» (no positivo) y no como un mero efecto farmacológico o patológico. No hay pues necesidad, en esta ocasión, de mostrar las razones por las cuales no optamos por el humanismo transcendental. Tan sólo me limitaré a recordar que en El animal divino ya se reconocía la influencia de premisas antropológicas de componente normativo vinculadas a la idea de la igualdad.
II.3.
Por supuesto, entre los argumentos tendentes a debilitar la alternativa circular habría que incluir también los que ayudan a la determinación de las limitaciones que la perspectiva «circular» encuentra en su obligado proceso de «recubrimiento» de los materiales fenomenológicos angulares que la etnografía y la historia de las religiones nos aportan. ¿Cómo explicar la superabundancia de formas zoológicas en todos los testimonios arqueológicos prehistóricos (las pinturas parietales) y en los históricos (religiones egipcia, china, hindú, maya, &c.)? El paso de las supuestas ánimas numinosas a los númenes animales no puede darse como evidente en nombre de una «proyección antropomórfica» absolutamente inevidente, y en realidad ininteligible; en rigor es un paso sólo inventado. Pero el material fenomenológico de orden zoomórfico, por su morfología, y aun cuantitativamente, es tan impresionante, que incluso desde una perspectiva estrictamente empírico positiva, científica, habría que decir que son las teorías animistas las que tienen que dar cuenta de su posibilidad de recorrer el material, más que recíprocamente.
2) En cualquier caso: ¿puede considerarse el animismo de Tylor como una teoría circular de la religión (incluso si la circunscribimos, al menos intencionalmente, a un plano científico categorial)?
No reviste esta cuestión la misma importancia que la anterior (estamos ante una «cuestión de interpretación» de la obra de Tylor), pero su resolución negativa contribuye a debilitar notablemente la argumentación de Puente Ojea, al menos en tanto se ampara en la autoridad de Tylor. Porque si las ánimas de Tylor no son únicamente, ni tanto, espectros de almas humanas (de vivos o de difuntos: tal fue la perspectiva del manismo spenceriano), sino también y sobre todo ánimas praeterhumanas, entonces, la teoría animista de la religión de Tylor debería también considerarse, al menos en parte, como una teoría angular, y no como una teoría circular pura. En efecto, Tylor fundamenta efectivamente (como subraya con razón Puente Ojea) la creencia en las ánimas como consecuencia del razonamiento de los «filósofos salvajes»: si ven que un hombre cae como muerto y vuelve en sí al cabo de unas horas, ¿no es lógico que piensen que el alma le abandonó y que volvió a entrar en él?; las sombras del cuerpo, los reflejos del agua, ¿no justifican en el salvaje su deducción de que el alma salió del cuerpo? Dice el propio Tylor: «Sin duda se habrá ocurrido al lector que el filósofo salvaje, con tales argumentos a la vista, deber haber pensado que su caballo o su perro tienen un alma, un fantasma semejante a su cuerpo.»{4} [77] «Semejante a su cuerpo»: es decir, a su cuerpo de caballo o de perro; luego aquí, al menos, no tendría por qué pensar en una «proyección antropomórfica», ni siquiera formalmente, salvo que se pida el principio, suponiendo que la «forma» misma del desdoblamiento del cuerpo y su alma habría de comenzar por los hombres (igualmente gratuito, pero no menos probable, sería decir que el desdoblamiento comenzó por los animales, en cuyo caso el animismo humano habría de verse como un zoomorfismo). Más aún: el alma del muerto, según Tylor, puede pasar al cuerpo de un oso o de un chacal. Y, «se sabe que algunos leñadores africanos, al dar el primer hachazo en un árbol corpulento, echan un poco de aceite de palma en el suelo, a fin de que el espíritu del árbol, cuando salga rabioso se detenga a lamerlo, y a ellos les dé tiempo de huir»{5}. ¿Es esto antropomorfismo o es zoomorfismo?
II.4.
3) Por estar de acuerdo, como cuestión de método, con Gonzalo Puente Ojea, en la tesis de la implicación que cualquiera de las opciones (circulares, angulares) tiene con premisas (si no ya con axiomas) antropológicos, tengo que estar en desacuerdo con él en el momento de aplicar al caso estos principios metodológicos. Y ello debido a que las premisas antropológicas deben ser más determinadas, puesto que ni siquiera cabe hablar de un acuerdo metodológico cuando nos referimos a un terreno no suficientemente precisado. ¿Cuales son las premisas de Puente Ojea?
Ocurre que las premisas antropológicas, desde un punto de vista filosófico materialista, no pueden formularse al margen de una concepción determinada del espacio antropológico (salvo que, desde premisas idealistas, se considere al hombre como sustancia exenta, fundamento del no-Yo en el sentido de Fichte). Ahora bien, el espacio antropológico del materialismo, o bien se organiza en torno a dos ejes (circular y radial), como si fuese un espacio plano –lo que nos aproxima al dualismo cartesiano o hegeliano, pero también marxista, de la materia y el espíritu (o la cultura)–, o bien se organiza en torno a tres ejes, como defiende el materialismo filosófico: circular, radial y angular. Puente Ojea, aunque no hace afirmaciones explícitas al respecto, procede como si el espacio antropológico tuviese sólo dos dimensiones. Parece como si estuviese reconstruyendo una suerte de dualismo cartesiano, dejando de lado la teoría tridimensional de espacio antropológico sobre la que se construye El animal divino. Y, sin negarle ningún derecho a hacerlo, ni tratar de «refutarle» en sus principios, sí debo decir en cambio que su propia «refutación» a la doctrina de los númenes zoomórficos, adolece de no tener en cuenta sus implicaciones filosóficas que, además, tienen mucho que ver con la concepción ontológica misma del mundo. En efecto, desde las coordenadas del dualismo cartesiano, el hombre (alienado o no, si alguien sabe qué es humanidad alienada) aparece como la única res cogitans existente en el mundo. El mundo material o físico se presenta como una realidad transparente; los animales son simples máquinas, autómatas instintivos (como los vio Gómez Pereira y el propio Descartes, y siglos después J. Monod, al que precisamente Puente Ojea, pág. 101, pone en relación con Tylor). Pero este modo de ver a los animales, corriente hasta el advenimiento de la Etología (de hecho, después de la segunda guerra mundial), está hoy completamente rebasado por el desarrollo de esta ciencia que en gran medida ha invadido territorios antaño reservados a la Antropología: los animales son sujetos dotados de vis repraesentativa («entendimiento», o facultad intelectual, en su grado límite) y de vis appetitiva («voluntad», en su grado límite), y reconocerlo así no se considera hoy, en modo alguno, como antropomorfismo.
II.5.
Descartes podría creer, encerrado en una estancia bien protegida y calentada con una buena estufa que permitía mantener viva su duda metódica, que el oso que viniera a amenazarle a través de las rejas de las ventanas fuese sólo una proyección antropomórfica suya; pero si, eliminando las rejas, viera al oso amenazándolo y rodeándolo, ¿cómo podría seguir viendo estas peligrosas maniobras de rodeo (la «conducta de rodeo» es un criterio clásico de los etólogos para probar la inteligencia de los animales) como «proyecciones mentales» suyas si quisiera conservar su vida y su metódica duda? Acorralado, lo más probable es que el mismo Descartes reaccionase de modo similar a como reacciona el cazador acorralado de la película El oso{6} arrodillándose ante Youk, el oso tremendo, rogándole, pidiéndole perdón e incluso consiguiéndolo.
Y este punto fundamental –que el darwinismo preparó y que la Etología ha puesto en primer plano– es el que Gonzalo Puente Ojea parece negarse a reconocer al decir (y en subrayado, pág. 88) que atribuir «voluntad» o inteligencia a los animales es sólo una «proyección de carácter animista en virtud de la cual el ser humano proyecta o atribuye sus propios esquemas conscientes de finalidad a la conducta animal». Lo cierto es que el desarrollo de la Etología es precisamente el que hace posible el nuevo planteamiento de la filosofía de la religión abierto por El animal divino: anteriormente a la consolidación y difusión de la Etología hubiera sido imposible de todo punto concebir y defender una concepción filosófica de la religión semejante, precisamente la que permite desprenderse de los prejuicios «antropocéntricos» en torno a los cuales se construyó la Antropología clásica. Pero Puente Ojea insiste en ver las cosas de otro modo: «En contraste con la propuesta de G. Bueno de buscar en la Etología la verdad de la religión, seguimos pensando que esta supuesta 'verdad' se encuentra en la Antropología» (pág. 44). [78] Ahora bien: la «verdad» que, aún supuesta, atribuye G. Puente Ojea a la Antropología, no tiene, en todo caso, nada que ver, ni siquiera «por suposición», con la idea de verdad en función de la cual hemos construido la tesis filosófica de El animal divino, y que es la idea expuesta en su capítulo 3 (2). Esta «supuesta verdad» es precisamente, según su propio concepto (en tanto busca recluirse no ya en la «Antropología» sino en el «Hombre»), la falsedad de la religión, dada la naturaleza alucinatoria que se le atribuye. Y, en todo caso, la verdad que, por nuestra parte, atribuimos a la religión primaria, no deja de ser también antropológica, porque la antropología no puede circunscribirse, según al modo del idealismo, en la consideración de los «contenidos internos» de un «hombre» tratado como si fuese una esencia megárica, capaz de «proyectar» de su seno, sobre su entorno, sus propios esquemas y conformando con ellos su mundo. La antropología materialista sabe que el hombre no puede existir ni actuar fuera del «espacio antropológico», que está poblado por cosas inanimadas y también por sujetos animados, por animales.
II.6.
Volvamos a la cuestión fundamental, a la cuestión de fondo de El animal divino: la cuestión de si un mundo físico en el que viven animales dotados de inteligencia y de apetito puede ser un mundo mecánico, el mundo «trasparente», claro y distinto, de la Física cartesiana (antesala del idealismo). Un mundo en cuyo seno, y anteriormente a la aparición del hombre, se han conformado las morfologías animales más diversas y heterogéneas es un mundo que rebasa por completo el materialismo mecánico, y que nos permite afirmar que el fondo material del mundo de los fenómenos no puede resolverse en conjuntos de quarks o de átomos, sino en algo mucho más enigmático que se nos revela precisamente también en la morfología de los animales dados «a escala» del hombre. Las religiones primarias, por tanto, no se habrían constituido como consecuencia de una errónea visión o «proyección» a los animales de la propia numinosidad, puesto que la fuente de la numinosidad misma manaría de, pongamos por caso, la mirada de la serpiente, o habría comenzado o resonado en el rugido del tigre. Se dirá, es cierto, que si los animales son númenes, también debieran serlo los hombres, puesto que son animales. Pero esta conclusión implicaría una sustantificación (o hipostatización) de los númenes sobre el fondo de la materia física, es decir, otra vez el dualismo. Puesto que los animales no son, por sí mismos, númenes, sino que lo son sólo ante el hombre, en tanto que ambos están co-determinándose inmersos en el mundo. Los animales son númenes ante el hombre no a título de ilusorio efecto subjetivo suyo, sino porque la relación real que mantiene con ellos es la que les confiere una posición, en el conjunto del universo, enteramente peculiar: los animales no son «por sí mismos» númenes ante los hombres, sino que sólo lo son porque ambos están codeterminándose en un mundo físico común que los envuelve y que es cualquier cosa menos transparente. Y así como la corriente eléctrica se genera por una diferencia de potencial, así también, podríamos decir, la numinosidad se genera en la «diferencia de potencial» entre los hombres que se constituyen en «círculo» (en su banda, con su lenguaje) frente a los animales que quedan en un «ángulo», fuera de su círculo. La constitución de los animales como númenes es estrictamente correlativa a la constitución de los animales como hombres. La «diferencia de potencial» de la que hablamos se produciría en esta correlación; y entonces no tiene ya sentido hablar de proyección del hombre sobre el animal, puesto que es el animal mismo el que, envuelto en el mundo sin orillas, al comenzar mostrándose al hombre como numinoso contribuye decisivamente a conformar al hombre como tal. Tiene pues tanto sentido decir que ese numen que se nos manifiesta es proyección nuestra como decir que es proyección de mi cerebro el otro hombre que veo a mi lado, como si fuera un semejante mío{7}. La hipótesis animista a la que Gonzalo Puente Ojea se acoge para explicar la naturaleza de las religiones positivas nos parece más apta para construir una teoría del espiritismo (vid. Escolio 6) que para construir una verdadera filosofía de la religión.
Notas
{1} Este texto corresponde al Escolio 14 de la segunda edición (corregida y aumentada) de El animal divino, Pentalfa, Oviedo 1996 (páginas 403-411). Fue escrito antes de la aparición del número 19 de El Basilisco (y sin conocer los textos que Pablo Huerga y Alfonso Tresguerres publicaron en ese número a propósito del libro de Gonzalo Puente Ojea). Cronológicamente es anterior, por tanto, a la Carta abierta a Alfonso Tresguerres (10 febrero 1996), con la que Gonzalo Puente Ojea responde al artículo publicado en el número 19 de El Basilisco. Esta Carta abierta es contestada por Tresguerres en Segunda respuesta a Puente Ojea (marzo 96) y por Bueno en Sobre la realidad de los númenes animales en la religiosidad primaria (marzo 96). Todos los textos anteriores fueron enviados a Gonzalo Puente Ojea, y como el autor de Elogio del ateísmo aceptó tomar de nuevo la pluma sobre este asunto, con una Respuesta a Gustavo Bueno y Alfonso Tresguerres (1º abril 1996), el lector puede encontrar reunidos todos estos materiales en un mismo número de la revista (la segunda edición de El animal divino estará en la calle a mediados del próximo mes de mayo). [Nota del editor.]
{2} Hay naturalmente otras, algunas de las cuales fueron respondidas por el autor en la «Cuestión 12: 'El animal divino' ante sus críticos» de Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989, págs. 447-470.
{3} Gonzalo Puente Ojea, Elogio del ateísmo. Los espejos de una ilusión, Siglo XXI, Madrid 1995; bajo el título «La verdad de la religión. A propósito de un libro de Gustavo Bueno», págs. 84 a 187.
{4} E.B. Tylor, Antropología. Introducción al estudio del hombre y de la civilización (1881), traducción española de Antonio Machado y álvarez, El Progreso Editorial, Madrid 1888, pág. 405.
{5} Tylor, Antropología..., pág. 420.
{6} Hemos realizado un análisis de esta película de Jean Jacques Annaud en Cuestiones cuodlibetales..., pág. 442.
{7} En El Basilisco, nº 19, podrá ver el lector sendos comentarios al libro de Gonzalo Puente Ojea, escritos por sus autores sin conocimiento de este escolio, así como recíprocamente, que sin duda constituirán complementos importantes a las observaciones formuladas aquí por nosotros: Alfonso Tresguerres, «Lecturas de El Animal Divino» y Pablo Huerga Melcón, «Notas para una crítica a Gonzalo Puente Ojea».
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