Walter Saavedra
Se me han venido a la mente muchos instantes de los
momentos en que enseñaba en las diferentes universidades donde trabajé. He
laborado con cariño durante esos años, pero también he pasado momentos muy
difíciles, ya sea porque me atenazó la depresión en múltiples ocasiones
haciéndome casi inútil para abordar mis temas, o cuando no era comprendido a
pesar de que era precisamente en esos instantes en que ponía mucho más
esfuerzos en elaborar mis clases teniendo muy presente al sector de alumnos a
quienes me dirigía.
Quisiera pues traer a mi memoria los momentos buenos y
los malos ya sea para mí o para mis alumnos por mi causa, pero es difícil
porque los más de ellos se han borrado férreamente de mi mente.
Recuerdo que a mis alumnos de literatura los hacía
escribir tensando al máximo su imaginación desnuda y ellos escribían, aunque
muchos lo hacían sin saber lo que hacían, pero ¡qué bien que les salía! Sí, el
que más, me entregaba textos que me llenaban de complacencia.
A mis alumnos de antropología los hacía escribir dándoles
más facilidades y, en algunos casos, les ponía un manojo de fotos que iban
cambiando constantemente, les proporcionaba un extracto muy pequeño de un libro
antropológico o les hacía escribir sobre sus experiencias, sobre su vida y la
de sus conocidos… Según los casos, ellos tenían que escoger una fotografía,
leer el texto escogido o echar mano a sus recuerdos y experiencias, y tenían
que escribir algo que se les viniera a la mente en ese mismo instante, tenían
que hacerlo simplemente cómo se les viniera a la cabeza, pero siempre tratando
que surgiera de lo que estaban mirando, leyendo o de la pregunta que les hacía.
A mis alumnos de derecho les daba algún tema de contenido
antropológico para que desarrollaran sus ideas en torno al mismo.
No con todos mis alumnos hice lo mismo, porque cada uno
de los grupos con los cuales trabajaba tenía sus particularidades,
particularidades que yo procuraba descubrir y adaptarme a ellas para hacer el
trabajo lo menos formal posible.
En algunos casos me bastaba ponerles una película cuya
relación con la antropología tenían ellos mismos que descubrir, sobre todo
cuando se trataba de alumnos de la carrera de Antropología… A un lado, me dedicaba
a contemplar sus rostros mientras les exigía escribir o simplemente ver las
películas y yo casi podía leer sus mentes maldiciéndome por pedirles hacer lo
que aparentemente no tenía relación con lo que estudiaban.
La actitud que mis alumnos adoptaban ante un evento
sorpresivo, me daba una idea de lo que ellos mismos eran y de lo que pensaban y,
según eso, yo conversaba con ellos, siempre de manera muy informal.
Durante algunos años me dediqué a leer libros y a
comentarlos, de tal manera que exigía a los alumnos que, así como yo
reflexionaba, ellos también lo hicieran, diciendo todo lo que pensaban de lo
que leían en mi escrito. Y casi nunca repetía los mismos textos que les
escribía, para no aburrirme yo mismo.
Recuerdo muy vivamente de cuando les exigía relatarme
sucesos de su vida cotidiana, lo recuerdo porque esos instantes
alcanzaron su momento más álgido inmediatamente después del terremoto de agosto
de 2007 en Ica. Yo podía ver durante esos momentos en que escribían o en los
textos que me entregaban ya hechos, la gran variedad de formas de pensar y de
ser de los grupos, dependiendo de dónde procedían, y también, por supuesto, las
particularidades de muchos individuos que fueron mis alumnos y –lo digo sin
broma- ellos no sabían que eran mis alumnos porque algunas veces no sabían qué
era lo que yo les enseñaba, a pesar de que se los explicaba, sólo que no les
entraba en la mente algo tan diferente a lo que estaban acostumbrados.
Sabía perfectamente que muchos pensarían que lo que yo
hacía o decía parecía no tener sentido. Algunos se me acercaban a preguntarme
qué les estaba enseñando y me decían que querían que les enseñe Antropología, y
yo los miraba con estupor explicándoles que yo les enseñaba precisamente
Antropología y les daba mis razones fundamentadas en la diversidad de
concepciones acerca de la Antropología, y sé que muchos no las comprendieron
nunca.
Pero también tuve la satisfacción de ver a algunos de mis
alumnos acercárseme, mucho después, para agradecerme lo que yo les había
enseñado porque posteriormente se topaban con esos temas o los encontraban en
los trabajos que hacían en las poblaciones aledañas a Ica (por ejemplo).
La verdad es que mis alumnos aprendían más de sí mismos
que de mí. Muchas veces me he preguntado, y he visto preguntarse a otros, ¿qué
es aquello en lo que no puede meterse un antropólogo? ¿Qué es lo que no puede
hacer un antropólogo? La respuesta dependerá de la formación que hayan tenido y
del desarrollo particular que han tenido en su profesión, de acuerdo con ello,
la diversidad de puntos de vista es abismal.
Algunos de mis alumnos de Antropología se me acercaba con
un libro en la mano, me lo mostraban y desafiante me decían: yo estoy de
acuerdo con este autor. Mi respuesta era el silencio. Ellos estaban de acuerdo
con ese autor, ¿qué querían que le respondiera? La cuestión implícita era que
ellos estaban de acuerdo con él profesor o los profesores que tenían esos
libros como texto. La cuestión es que no importa mucho el libro, sino lo que el
profesor pueda hacer que se aproveche de ello. En ese sentido, mi papel era
escuchar el punto de vista del alumno sobre lo que había leído y lo que le
habían enseñado, y si me pedía mi opinión sobre sus ideas, yo se las podría
brindar.
Hay muchas cosas que profesionalmente le están vedadas al
antropólogo, en razón de las particularidades mismas de cada profesión, eso es
obvio. Pero el antropólogo puede meterse a husmear en aquello que pareciera
estar ajeno a su actuar y satisfacer sus ansias de conocimiento tanto en el
actuar como en el leer o en contemplar. Cada cosa que yo aprendía con unos lo aplicaba con los
que venían después.
¿Los libros? Me comencé a olvidar de ellos, salvo cuando
era absolutamente imprescindible usarlos (en muchos casos, los leía y los
comentaba en clase). Son muchas las decepciones que he tenido a lo largo de mi
vida con los libros, no con todos por supuesto. Mi objetivo era buscar lo que
me habían enseñado cuando estudiante y lo que yo había aprendido como
profesional tanto en los libros como en la enseñanza y en la vida misma.
Cuando me encontré con Francisco Amezcua, hallé en él un
–lo digo apelando a su comprensión y a su bondad-, yo encontré en Paco Amezcua
una especie de alma intelectual gemela. Me gustaba escuchar sus propuestas, sus
andanzas, sus descubrimientos. Con Francisco Xavier Solé es con quien más
intimé, con quien más departí, en quien sentí más la comunidad de ideas al hablar
y, por supuesto, aprendí yo muchísimo de sus interesantes teorías sobre la obra
de José María Arguedas. Y Ezequiel Maldonado fue también otra alma gemela con
quien no tuve la ocasión de departir mucho, pero a quien sentí parte de
aquellos pensamientos que emergían de la vida misma. A todos ellos los conocí
por intermedio de mi, siempre apreciado y dilecto, amigo Ricardo Melgar, a
quien le debo tantas cosas, a lo largo de tantos años, que me es muy difícil
mencionarlas…
¿Y Angélica Aranguren? Ella también vino a ser mi amiga
primero por intermedio de Internet y luego nos conocimos y frecuentamos
fructuosamente en persona. Con Rosina Valcárcel tuvimos un camino muy similar
para llegar a conocernos… Alicia Jiménez y Edilberto Huertas fueron mis amigos
mientras estudiábamos en San Marcos y luego coincidimos en la Universidad
Federico Villarreal, así como también con José Luis Portocarrero (y así como
hubo encuentros, hubo también desencuentros con algunos de ellos).
¿Qué puedo decir de mis inicios en la enseñanza
universitaria? Las primeras ocasiones en que pisé un aula de clase fue
siendo aún un estudiante, y gracias a mi amigo Ricardo Melgar con quien
colaboré ocasional e informalmente en la Universidad Garcilaso de la Vega y
luego sustituyéndolo cuando contrajo nupcias mientras él estaba en su luna de
miel (me quedé en su reemplazo, ese tiempo, en la Escuela Nacional de Arte
Dramático). En ambos lugares hice muchos amigos y me quedaron grandes
impresiones positivas en unos instantes en que no pasaba por mi mente la idea
de dedicarme a la docencia.
Gracias a Ricardo vine a comenzar en la actividad docente
que me ha tenido siempre enseñando y de cuya experiencia he sacado tantas
enseñanzas yo mismo… Gracias a él hice también muchos otros amigos, que no he
sabido conservar por mi empecinado afán de confinarme a la soledad,
especialmente después que dejé las aulas universitarias donde estudié desde
fines de los sesenta hasta mediados de los setenta y en donde hice realmente
amigos a montones, pero he de confesar, no sin algo de incomodidad, que de la
gran mayoría de ellos me he olvidado casi por completo y a algunos otros los he
seguido tratando de cuando en cuando debido a la profesión o porque nos
reuníamos cuando mi auto confinamiento (o mi autoexilio en el ensimismamiento)
me lo permitía.
Yo soy un inocente lobo que se regodea en la estepa
cubierta de libros y de emociones infinitas, yo soy aquel que se mira siempre
en el cuarto de los mil espejos solamente para descubrir que no existe. Yo soy
aquel que enarbolando la espada y la adarga de don Quijote descubrió que la
vida está llena de derrotas y que uno no debe regresar a su terruño para poder
seguir muriendo en la inocencia de su propia locura. Yo soy el que siempre he
sido y soy el que ahora se postra agradecido ante los acontecimientos que
dieron forma a su propia vida…
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