Se me han venido a la
mente muchos instantes de los momentos en que enseñaba en las diferentes
universidades donde trabajé. He laborado con cariño durante esos años, pero
también he pasado momentos muy difíciles ya sea porque me atenazó la depresión
en múltiples ocasiones haciéndome casi inútil para abordar mis temas, o cuando
no era comprendido a pesar de que era precisamente en esos instantes en que
ponía mucho más esfuerzos en elaborar mis clases teniendo muy presente al
sector de alumnos a quienes me dirigía. Quisiera pues traer a mi memoria los
momentos buenos y los malos ya sea para mí o para mis alumnos por mi causa,
pero es difícil porque los más de ellos se han borrado férreamente de mi mente...
Recuerdo que a mis alumnos de literatura los hacía escribir tensando al máximo
su imaginación desnuda y ellos escribían aunque muchos lo hacían sin saber lo
que hacían, pero ¡qué bien que les salía! Sí, el que más, me entregaba textos
que me llenaban de complacencia… A mis alumnos de antropología los hacia escribir
dándoles más facilidades y, en algunos casos, les ponía un manojo de fotos que
cambiaban constantemente, les proporcionaba un extracto muy pequeño de un libro
antropológico o les hacía escribir sobre sus experiencias, sobre su vida y la
de sus conocidos… Según los casos, ellos tenían que escoger una fotografía,
leer el texto escogido o echar mano a sus recuerdos y experiencias, y tenían
que escribir algo que se les viniera a la mente en ese mismo instante, tenían
que hacerlo simplemente cómo se les viniera a la cabeza, pero siempre tratando
que surgiera de lo que estaban mirando, leyendo o de la pregunta que les hacía.
A mis alumnos de derecho les daba algún tema de contenido antropológico para
que desarrollaran sus ideas en torno al mismo... No con todos mis alumnos lo
hice, porque cada uno de los grupos con los cuales trabajaba tenía sus
particularidades, que yo procuraba descubrir y adaptarme a ellas para hacer el
trabajo lo menos formal posible. En algunos casos me bastaba ponerles una
película cuya relación con la antropología tenían ellos mismos que descubrir,
sobre todo cuando se trataba de alumnos de la carrera de Antropología… A un
lado, me dedicaba a contemplar sus rostros mientras les exigía escribir o
simplemente ver las películas y yo casi podía leer sus mentes maldiciéndome por
pedirles hacer lo que aparentemente no tenía relación con lo que estudiaban. La
actitud que adoptaban ante un evento sorpresivo me daba una idea de lo que
ellos mismos eran y de lo que pensaban y según eso yo conversaba con ellos, siempre
de manera muy informal… Durante algunos años me dediqué a leer libros y a
comentarlos, de tal manera que exigía a los alumnos que así como yo
reflexionaba ellos también lo hicieran diciendo todo lo que pensaban de lo que
leían en mi escrito. Y casi nunca repetía los mismos textos para no aburrirme
yo mismo… Cuando les exigía relatarme sucesos de su vida cotidiana, esos instantes alcanzaron su momento más
álgido inmediatamente después del terremoto de agosto de 2007 en Ica… Yo podía
ver así la gran variedad de formas de pensar y de ser de los grupos,
dependiendo de dónde procedían, y también, por supuesto, las particularidades
de muchos individuos que fueron mis alumnos y –lo digo sin broma- ellos no
sabían que eran mis alumnos porque algunos veces no sabían qué era lo que yo
les enseñaba, a pesar de que se los explicaba, sólo que no les entraba en la
mente algo tan diferente a lo que estaban acostumbrados. Yo sabía perfectamente
que muchos pensarían que lo que yo hacía o decía parecía no tener sentido.
Algunos se me acercaban a preguntarme qué les estaba enseñando y me decían que
querían que les enseñe Antropología, y yo los miraba con estupor explicándoles
que yo les enseñaba precisamente Antropología y les daba mis razones fundamentadas
en la diversidad de concepciones acerca de la Antropología, y sé que muchos no
las comprendieron nunca. Pero también tuve la satisfacción de ver a algunos de
mis alumnos acercárseme mucho después para agradecerme lo que yo les había
enseñado porque posteriormente se topaban con esos temas o los encontraban en
los trabajos que hacían en las poblaciones aledañas a Ica (por ejemplo). La
verdad es que ellos aprendían más de sí mismos que de mí. Muchas veces me he
preguntado, y he visto preguntarse a otros, ¿qué es aquello en lo que no puede
meterse un antropólogo? ¿Qué es lo que no puede hacer un antropólogo? La
respuesta dependerá de la formación que hayan tenido y del desarrollo
particular que han tenido en su profesión y la diversidad de puntos de vista es
abismal… Hay muchas cosas que profesionalmente le están vedadas al antropólogo
en razón de las particularidades mismas de cada profesión, eso es obvio. Pero
el antropólogo puede meterse a husmear en aquello que pareciera estar ajeno a
su actuar y satisfacer sus ansias de conocimiento tanto en el actuar como en el
leer o en contemplar. Cada cosa que yo aprendía con unos
lo aplicaba con los que venían después. ¿Los libros? Me comencé a olvidar de
ellos, salvo cuando era absolutamente imprescindible usarlos (en muchos casos, los
leía y los comentaba en clase). Son muchas las decepciones que he tenido a lo
largo de mi vida con los libros, no con todos por supuesto. Mi objetivo era
buscar lo que me habían enseñado cuando estudiante y lo que yo había aprendido
como profesional tanto en los libros como en la enseñanza y en la vida misma…
Cuando me encontré con Francisco Amezcua, hallé en él un –lo digo apelando a su
comprensión y a su bondad-, yo encontré en Paco Amezcua una especie de alma
intelectual gemela. Me gustaba escuchar sus propuestas, sus andanzas, sus descubrimientos.
Con Francisco Xavier Solé es con quien más intimé, con quien más departí, en
quien sentí más la comunidad de ideas al hablar y, por supuesto, aprender yo
muchísimo de sus interesantes teorías sobre la obra de José María Arguedas. Y
Ezequiel Maldonado fue también otra alma gemela con quien no tuve la ocasión de
departir mucho, pero a quien sentí parte de aquellos pensamientos que emergían
de la vida misma… A todos ellos los conocí por intermedio de mi siempre
apreciado y dilecto amigo Ricardo Melgar, a quien le debo tantas cosas, a lo
largo de tantos años, que me es muy difícil mencionarlas… ¿Y Angélica
Aranguren? Ella también vino a ser mi amiga primero por intermedio de Internet
y luego nos conocimos y frecuentamos fructuosamente en persona. Con Rosina
Valcárcel tuvimos un camino muy similar para llegar a conocernos… Alicia
Jiménez y Edilberto Huertas fueron mis amigos mientras estudiaba en San Marcos
y luego coincidimos en la Universidad Villarreal, así como también con José
Luis Portocarrero (y así como hubo encuentros, hubo también desencuentros con
algunos de ellos)… ¿Qué puedo decir de mis inicios en la enseñanza
universitaria? Las primeras ocasiones en
que pisé un aula de clase fue siendo aún un estudiante, y gracias a mi amigo
Ricardo Melgar con quien colaboré ocasional e informalmente en la Universidad
Garcilaso de la Vega y luego sustituyéndolo cuando contrajo nupcias mientras él
estaba en su luna de miel (me quedé en su reemplazo, ese tiempo, en la Escuela
Nacional de Arte Dramático). En ambos lugares hice muchos amigos y me quedaron
grandes impresiones positivas en unos instantes en que no pasaba por mi mente
la idea de dedicarme a la docencia. Gracias a Ricardo vine a comenzar en esta
actividad que me ha tenido siempre enseñando… Gracias a él hice también muchos
amigos que no he sabido conservar por mi empecinado afán de confinarme a la
soledad, especialmente después que dejé las aulas universitarias donde estudié desde
fines de los sesenta hasta mediados de los setenta y en donde hice realmente
amigos a montones, pero he de confesar, no sin algo de incomodidad, que de la
gran mayoría de ellos me he olvidado casi por completo y a algunos otros los he
seguido tratando de cuando en cuando debido a la profesión o porque nos
reuníamos cuando mi auto confinamiento (o mi autoexilio en el ensimismamiento)
me lo permitía… Yo soy un inocente lobo
que se regodea en la estepa cubierta de libros y de emociones infinitas, yo soy
aquel que se mira siempre en el cuarto de los mil espejos solamente para
descubrir que no existe. Yo soy aquel que enarbolando la espada y la adarga de
don Quijote descubrió que la vida está llena de derrotas y que uno no debe
regresar a su terruño para poder seguir muriendo en la inocencia de su propia
locura. Yo soy el que siempre he sido y soy el que ahora se postra agradecido
ante los acontecimientos que dieron forma a su propia vida…
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