Carlos Alberto Saavedra
La recepción estaba en su agonía,
con los invitados que poco a poco emprendían la retirada, mientras Ricardo, con
la inspiración desbocada por la cerveza, cantaba casi con angustia, mirando a
Ofelia con ojos que expresaban al mismo tiempo desolación y esperanza,
estrujando la guitarra, ladeándose, como pidiéndole perdón por algún pecado que
todos desconocíamos.
Esposa mía, tesoro mío
cuánto te quiero
yo siempre vivo enamorado
de tu alma buena
quiero rendirte este homenaje
con mi guitarra
en nombre de nuestras hijas
con mi más profundo amor.
Cantaba con esa su voz trémula,
que había aprendido a modular gracias a los consejos de Rosita Alarco, en su
época de integrante del Coro Universitario de San Marcos, mientras Ofelia
sonreía de una manera extraña, dueña al parecer del secreto que tanto nos
intrigaba, pues era obvio que algún problema había entre ellos; se percibía que
para ella los versos eran una ironía antes que un reconocimiento a su alma
buena o un homenaje con el más profundo amor, como repetía Ricardo al final de
la canción.
-Seguro que este pendejo le ha
sacado la vuelta a Ofelia y está queriendo que ella lo perdone cantándole esta
canción –comentó Isidoro, su paisano y compañero de bohemia-, vas a ver que
ahorita le canta ese vals de los Embajadores Criollos, ese que dice compañera
mía, santa mujercita, siempre bondadosa…
Pero no fue así. Luego del
prolongado y repetido con mi más profundo amor, Ricardo se dirigió a la cocina
y se sentó en una esquina, como abatido, acaso esperando a alguien a quien
confiarle sus penas.
-Compadrito –le dijo entonces,
luego del canto, en esa suerte de catarsis que suele generar el exceso de
trago- usted sabe que yo quiero a Fela, que realmente la amo, es mi esposa, la
que espero me acompañe hasta mi último día en este mundo, porque las jodidas
mujeres siempre se mueren después que nosotros; pero me estoy acordando de otra
mujer, que fue muy importante en mi vida, hace muchos años, antes que Fela, y
no sé por qué se me viene a la mente ahora. No sé por qué, y no creo que sea
por el trago. Y me pone así, en ese plan de cojuda angustia, porque es como una
infidelidad mental.
Usted sabe, alguna vez lo hemos
comentado, por esta vaina del canto y la bohemia, las noches de peña con los
amigos que aman la música, uno tiene oportunidades difíciles de rechazar. Uno
se deja querer, tiene deslices pasajeros, siempre sin ninguna importancia, que
no afectan tu relación matrimonial; pero después, cuando se le agarra camote a
la hembrita, por el trato que te da, porque es jovencita y cariñosa, porque se
te desparrama todita cuando le cantas una canción de Los Panchos,
Amorcito corazón
yo tengo tentación de un beso
que se prenda en el calor
de nuestro gran amor, mi amor...
O una de Favio,
Mi amiga, mi buena amiga
mi amante niña, mi compañera
quisiera contarle al mundo
lo que es tenerte la noche entera
y recorrer tus caminos
tu vientre fino, tu piel de seda
y el paisaje de tu pelo
sobre mi almohada y tu boca fresca
razón de mi vida, mi fe, toda mi alegría
molino en que gira mi ser
mi amor y mi vida.
Carajo si hasta a mí se me
escarapela el cuerpo. Y terminas con un poema de Neruda, Me gustas cuando
callas/ porque estás como ausente/ y me oyes desde lejos y mi voz no te toca/
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma/ y te pareces a la palabra melancolía.
El poder de la poesía es
increíble, especialmente cuando está bien dicha, y si le pones su toque de
guitarra, tienes el plato servido, compadre, no hay mujer que se resista al
encanto de la poesía y el canto; lo menos que te ganas es una sonrisa, y usted
sabe que una sonrisa es como una ventanita que te abren. Lo demás es cuestión
de ingenio y perseverancia. Pero cuando te encamotas con alguien, ahí te
jodiste, ya eres infiel, y esas infidelidades me han perseguido siempre y me
han jodido la vida, compadre.
Me estoy acordando ahora, y eso
es lo que me ha puesto triste, de Odil, una hembrita que tuve en Chimbote, que
se vino conmigo a Lima cuando terminamos la secundaria, con la que estuve desde
que ambos teníamos trece años; nos juramos amor eterno, cortándonos los
pulgares y uniendo nuestros dedos sangrantes, compadrito. Te quiero, Ricardo,
mi Abelardo, me decía, en el colmo del arrobamiento, y yo le contestaba Te amo
Odil, mi Eloísa. Para toda la vida, amor, que nada nos separe. Habíamos leído
esa historia de amor y nos figurábamos que éramos ellos, pero con un final
feliz.
Y éramos unos chibolitos, apenas
entrando a la adolescencia, pero ya con nuestros cariñitos audaces, ya casi con
todo, compadre. Yo era consentido en su casa, sus padres, sus hermanos me
querían como alguien de la familia, pobrecito Ricardo, decían, es huerfanito, y
nos daban rienda suelta para ir a todas partes, casi todo el día compadre, en
un plan ya no tan santo, porque ya teníamos nuestras inquietudes sexuales. Parece
mentira que eso haya ocurrido, pero ocurrió.
Nos vinimos a Lima en la
Chinchaysuyo, en diciembre del sesenta y tantos, yo a estudiar en San Marcos y
ella en la UNI, porque así lo habíamos acordado; ella era muy habilidosa con
los números, le gustaban las ciencias, y yo más me inclinaba hacia los cursos
de humanidades, y era un cero a la izquierda en matemáticas. Alquilamos dos
cuartitos, de esos que abundaban cerca de la Plaza San Martín, en el jirón
Carabaya, en un edificio viejo, yo al fondo, en el tercer piso, en un cuarto en
el que apenas si entraba mi cama y un pequeño escritorio, y ella en el segundo
piso, en una habitación igual de pequeña, que daba al patio.
Y allí vivimos nuestro amor;
éramos la parejita engreída de la quinta, y eso duró más de un año, hasta que
ocurrió lo que siempre ocurre: la interferencia de otra mujer, de esas que te
sacan de quicio, que te acosan y persiguen hasta que logran lo que quieren, y
después te dicen chau, si te vi no me acuerdo. Odil se enteró del desliz, y de
la manera más burda: un día entró a mi cuarto muy de mañana, como hacía casi
todos los días, para prepararme mi desayuno, y encontró el calzón de la fulana,
que yo había retenido la noche anterior, borracho como estaba, en uno de esos
arranques fetichistas que tiene uno.
Hizo un escándalo del carajo, y
salió dando un portazo, vociferando que yo era un miserable y un traidor, como
todos los chimbotanos patas saladas. Bueno, ella estudió en Chimbote, pero era
de Corongo, de la sierra de Ancash, así que su insulto era explicable. Mis
vecinos, otros estudiantes como yo, salieron a ver qué había pasado, que por
qué tanto escándalo, pero nada, ella se retiró y eso fue todo. Nunca más quiso
saber de mí, yo insistí en pedirle perdón cada vez que me cruzaba con ella,
porque seguíamos siendo vecinos, iba a su universidad, la acosaba, hasta que me
cuadró delante de todos los amigos. Si sigues haciéndome la vida imposible te
voy a denunciar por acoso sexual, te voy a meter preso, tengo parientes en el
Poder Judicial, me amenazó. Y cada vez que nos encontrábamos ni me miraba.
Simplemente se le acabó el amor, o su orgullo fue más fuerte que sus
sentimientos. Supongo que habrá sido así.
No la volví a ver. Miento, la vi
después de más de treinta años, cuando yo ya estaba casado con Ofelia y
teníamos cuatro hijas y tres nietos. Fue en Plaza Vea de Petit Thouars, yo
estaba llevando la carretilla con las cosas que Fela compraba para la semana y
de pronto sentí que alguien me estaba mirando con detenimiento, volteo y a
quién veo, a una señora subida de peso, pero aún bien formada, que se me
acerca, como dudando, me planta la mirada, de frente, y me dice Hola, Ricardo,
¿no te acuerdas de mí? Los años habían hecho lo suyo, pero la reconocí. Odil,
qué gusto verte, estás igualita, le dije. Igualita a mi abuelita, replicó ella,
con ese sentido del humor que desde siempre fue su forma de desdeñar los
elogios gratuitos. ¿Qué fue de tu vida? Nunca más volví a saber de ti,
continuó, casi sonriendo. Pero yo te busqué un montón de veces, hasta que…
Y no pude continuar porque Ofelia
se estaba acercando y soltó un Hola, amor, ¿me presentas a tu amiga?, sin
evitar la malicia en su pregunta, clavándole la mirada a Odil. Y antes que
pudiera yo abrir la boca Odil dijo, Mil disculpas, creí que era alguien a quien
conocía, y se retiró. Qué raro, me pareció ver que conversaban, dijo Fela. Sí,
pero, no; se equivocó la señora. Supongo que tipos como yo hay por montones,
amor, le dije, mirando la retirada de Odil. No, tú eres único, mi pequeño
Richi, me retrucó Ofelia, con evidente ironía.
Cómo me hubiera gustado conversar
con ella, saber de su vida, si se había casado, si tenía nietos, como yo, pero
no se pudo. Y me quedé intrigado, vacío, pensando en lo que habría sido de mi
vida si Odil no me hubiera dado el portazo. Evidentemente, tendría otra
familia, Ofelia se habría casado con un profesor, con un abogado, o con otro
fulano del Coro, porque había más de uno que la pretendía; no habría Mónica, ni
Paola, ni Denisse, ni Fabiola, mis cuatro hijitas, ni los seis nietos que ahora
tengo, lo cual sería una pena, pero… Esa noche no pude dormir, compadre, me
desperté llorando. Y Ofelia que me pregunta, ¿Has tenido alguna pesadilla,
amor? Porque te pasaste la noche gimoteando. Soñé con mi viejo, amor, con mi viejito,
le dije, y me fui a trabajar, aún pensando en Odil.
El relato de Ricardo se le quedó
grabado, y tuvo que pasar mucho tiempo para dejar de pensar en él, lo veía como
un buen material para escribir alguna historia de amor con final infeliz, de
esas que tanto abundan en la vida real y que no sirven para telenovelas, pero
todo quedó en nada.
Tuvieron que pasar cerca de diez años para que Odil volviera a sus conversas, una de esas noches en las que la tertulia sobre San Marcos y Chimbote los tenía hasta la medianoche charlando, recordando a Charles Uculmana, Carlitos Méndez y Modesto Pajares, ya fallecidos; a los amigos de Miramar y del San Pedro, a Chop Chop Salcedo, que se hizo famoso porque antes de cumplir los 20 cometió un desfalco de más de un millón de soles a la Backus; a Zamora, que cuando cantaba los boleros de Lucho Gatica se olvidaba que era tartamudo; acordándose del Chivo Chávez de Paz, que prometía tanto y que nació y murió literariamente con el librito que escribió sobre la Casa Verde de Vargas Llosa; del Cholo Toledo, que sin haber sido un alumno destacado, y gracias a la generosidad de unos gringos del Cuerpo de Paz, que se lo llevaron a los Estados Unidos, volvió con ese su hablar engolado y llegó a la presidencia de la república; en fin, y Ricardo ufanándose de haberse tirado a casi tantas mujeres como Julio Iglesias, gracias al canto, compadrito. El arte no te hace rico, pero te hace la vida rica, decía cínicamente.
Tuvieron que pasar cerca de diez años para que Odil volviera a sus conversas, una de esas noches en las que la tertulia sobre San Marcos y Chimbote los tenía hasta la medianoche charlando, recordando a Charles Uculmana, Carlitos Méndez y Modesto Pajares, ya fallecidos; a los amigos de Miramar y del San Pedro, a Chop Chop Salcedo, que se hizo famoso porque antes de cumplir los 20 cometió un desfalco de más de un millón de soles a la Backus; a Zamora, que cuando cantaba los boleros de Lucho Gatica se olvidaba que era tartamudo; acordándose del Chivo Chávez de Paz, que prometía tanto y que nació y murió literariamente con el librito que escribió sobre la Casa Verde de Vargas Llosa; del Cholo Toledo, que sin haber sido un alumno destacado, y gracias a la generosidad de unos gringos del Cuerpo de Paz, que se lo llevaron a los Estados Unidos, volvió con ese su hablar engolado y llegó a la presidencia de la república; en fin, y Ricardo ufanándose de haberse tirado a casi tantas mujeres como Julio Iglesias, gracias al canto, compadrito. El arte no te hace rico, pero te hace la vida rica, decía cínicamente.
-¿Se acuerda usted de Odil? –le
preguntó, cuando estaba seguro de que Fela dormitaba en su cuarto viendo su
telenovela brasilera.
-Por supuesto, compadrito, fue mi
primer amor, y eso nunca se olvida, aunque, claro, Ofelia es la mujer de mi
vida. Pero siempre quisiera saber qué fue de ella, de Odil, porque, qué
coincidencia con su pregunta, últimamente se está apareciendo en mis sueños. Es
que terminamos mal, y nuestro amor fue una cosa muy linda. Nos juramos amor
eterno. Fue un juramento de sangre, como en las películas, compadre.
-Sí, pues, como dijo algún
gracioso muy seriamente, el amor es eterno, hasta que se acaba. Fue su culpa,
compadre.
-Sí, fue mi culpa, pero más que
mi culpa, la del animal infiel que llevamos adentro, compadre; somos muy
débiles y la tentación está a la vuelta de la esquina, a veces en la casa de al
lado. Bueno, pero yendo al tema, ahora que hay esa vaina de internet, Facebook
y los buscapersonas, compadre, ¿no habrá una forma de encontrar a Odil? Yo le
doy sus apellidos y a ver si la encuentra, compadrito. Me gustaría hablar con
ella, sólo hablar; trate, compadre.
La indagación fue infructuosa.
Una semana después tuvo que
viajar a los Estados Unidos, a pasar el tiempo necesario para mantener la
residencia, y, como todos los días, revisaba allí la edición digital de El
Comercio, en cuyo obituario no era raro encontrar el nombre de algún conocido.
Y le llamó la atención la nota fúnebre, más aún porque se le presentó sin
buscarla, como una noticia presentada en flash.
DEFUNCION.
La hija, hermano, cuñados,
sobrinos y demás familiares de quien en vida fuera la Sra.
ODILY SOTOMAYOR YZAGUIRRE
Cumplen con el penoso deber de
comunicar su sensible fallecimiento, acaecido en esta ciudad el día 24 del
presente. Su sepelio se realizará hoy a las 4:30 PM en el Cementerio Jardines
de la Paz de La Molina, partiendo a las 4:00 PM del Velatorio de la Parroquia
de la Virgen de la Reconciliación, Urbanización Camacho, La Molina, donde sus
restos están siendo velados.
La Familia agradece a todas aquellas personas que de una u otra manera hagan llegar sus condolencias.
Lima, etc, etc.
La Familia agradece a todas aquellas personas que de una u otra manera hagan llegar sus condolencias.
Lima, etc, etc.
No era Odil sino Odily, pero no
podía ser otra que ella. Con el nombre correctamente escrito indagó otra vez en
el buscador y encontró una empresa que tenía precisamente a Odily Sotomayor
Yzaguirre como la Presidenta de su Directorio. Se indicaba también la dirección
y el teléfono. Esa misma noche le envió un e-mail a Ricardo, adjuntándole la
nota necrológica con los datos de la empresa.
Poco después
recibió un mensaje de Ricardo, que decía:
Gracias,
compadre, por haberme ayudado a encontrarla, aunque no pude despedirme de ella.
Gracias a los datos que me envió pude comunicarme con su hermano, quien me dijo
que Odil estaba muy bien hasta hace tres meses, cuando le sobrevino un dolor de
cabeza muy fuerte. La llevaron a practicarle unos exámenes y resultó que era un
tumor canceroso ya avanzado. La sometieron de inmediato a tratamiento
intensivo, a quimioterapia, a radioterapia, pero cada vez los dolores eran más
agudos e iba perdiendo la conciencia gradualmente. Me dijo que una semana antes
de morir preguntó a todos los que estaban en su habitación si sabían algo de
mí. ¿Saben algo de Ricardo? fueron sus palabras, casi sus últimas palabras. Me
dijo que sí, que se acordaba de mí, cómo no me voy a acordar de ti, si eras
caserito en la familia, todos los días con Odi, estudiando juntos, yendo a la
playa juntos, y yo, a veces como un perro guardián, pero se me escabullían.
Ustedes eran la pareja perfecta, tan amorosos, nunca entendí por qué
terminaron, y Odi nunca nos dio ninguna explicación, insistió. Sacando cuentas,
compadre, ese fue el mismo día en que estuvimos conversando de ella y yo le
pedí que la busque en internet porque quería conversar con ella. Hoy me siento
desolado, siento que una parte importante de mi vida ha muerto con ella. Lloro
en silencio, encerrado aquí en el cuartito de cómputo y no le puedo decir nada
a Ofelia, porque no entendería. Cómo quisiera tenerlo a mi lado para poder
abrazarlo y compartir con usted mi pena.
Muchas gracias
por todo.
Ricardo.
–Qué bien que has venido, compadrito –me dijo Ofelia en un momento en que estábamos a solas–, porque acá tu compadre estaba todo nervioso, no sabía si ir o no ir a la misa. ¿Qué creerá, que me voy a poner celosa de sus recuerdos? Solo a él se le ocurre eso. ¡Cómo puede creer que me voy a poner celosa de una muerta! Pobrecita, que en paz descanse. Pero me cuentas cómo fue todo, por favor, compadrito; tú sabes, siempre es bueno estar enterada.
POST SCRIPTUM
Transcurrido un año del deceso de Odil
recibí una llamada de Ricardo, urgiéndome a que me acercara a su casa, con
vestimenta formal, por favor, compadre, porque hoy se va a oficiar la misa del
año. Es a las siete de la noche en la Iglesia de la Reconciliación, en Camacho,
y a mí no me gusta conducir de noche, usted sabe, ya me está fallando la vista,
y además quiero que me acompañe, no vaya a ser que me traicionen los nervios,
compadrito.
Un año, quién lo diría. En ese lapso había
frecuentado a mis compadres y sido testigo de la gradual recomposición de su
matrimonio, ahora en paz y ya resignados a vivir una apacible vejez,
soportándose más cortés que cariñosamente, y hasta dándose el trato
afectuoso-meloso de antes, aunque con las líneas divisorias claramente marcadas
a la hora del sueño, en lo que Ofelia no dio un paso atrás. Ricardo se había
retirado de toda actividad profesional y ayudaba a Ofelia en las compras en las
tiendas Wong y los quehaceres hogareños, aunque sin extremar; nada de lavar los
platos, ni ir al mercado, por ejemplo. Era, además, un abuelo engreidor, que
jugaba fulbito con sus nietos, se preocupaba por la salud del gato, le
racionaba sus alimentos, cambiaba la arena donde eliminaba sus excretas, pasaba
sus días navegando en internet y leyendo la revista Condorito, para amenizar
sus matutinas sesiones intestinales.
Accedí a su requerimiento, y a las seis de
la tarde estaba en su departamento, bien al terno gris, para acompañarlo a la
misa de honras en memoria de Odil.
–Qué bien que has venido, compadrito –me dijo Ofelia en un momento en que estábamos a solas–, porque acá tu compadre estaba todo nervioso, no sabía si ir o no ir a la misa. ¿Qué creerá, que me voy a poner celosa de sus recuerdos? Solo a él se le ocurre eso. ¡Cómo puede creer que me voy a poner celosa de una muerta! Pobrecita, que en paz descanse. Pero me cuentas cómo fue todo, por favor, compadrito; tú sabes, siempre es bueno estar enterada.
–Claro, no te preocupes. Vamos a ver,
porque yo también tengo curiosidad por ver lo que pasa.
Al rato Ricardo se apareció vestido con un
terno oscuro y corbata azul, lo que motivó el agrio comentario de Ofelia.
–Vas a parecer el principal de los deudos;
no seas tan extremista, ponte algo más claro, ¿o es que te sientes medio viudo?
Llegamos al templo media hora antes de la
hora señalada, así que hicimos tiempo en uno de los ambientes aledaños, donde
había mesas y sillas, se supone que para que los parroquianos pudieran departir
antes de asistir a la misa.
–Quién diría, compadre, ya ha pasado un año
desde que se fue Odil. Parece mentira. Y todavía hay cosas que no me dejan
tranquilo. Tenía un poco de temor de venir porque uno no sabe con quién se
puede encontrar, así que gracias por acompañarme.
–No hay de qué, compadre. La verdad es que
he oído tanto de Odil y su familia, que estoy más que interesado en
conocerlos.
–Bueno, vamos, creo que ya va a comenzar.
En el curso de la eucaristía, el sacerdote
se refirió encomiásticamente a Odil, dijo que había tenido el privilegio de ser
su amigo desde que ambos eran jóvenes, que ella fue testigo de su ordenación
como sacerdote, que era colaboradora permanente de la parroquia y que nunca
había conocido a alguien que llevara una vida tan basada en los principios
cristianos, en la solidaridad y en el amor al prójimo, ni tan comprometida con
los pobres y los desvalidos. Ella, nuestra querida Odil, que estoy seguro todos
ustedes recuerdan con amor, era una mujer de recursos, pero a diferencia de
otros, que utilizan esos recursos para llevar una vida llena de lujos y
dispendios, ella era una persona de costumbres austeras y contribuía
generosamente a financiar las obras de bien social que esta parroquia hace en
favor de los sectores de este distrito afectados por la pobreza, a los que ella
siempre visitaba. Porque en La Molina también existe gente menesterosa, que
requiere del apoyo de quienes pueden compartir su bonanza y hacer caridad
cristiana, como lo hizo Odil durante tantos años. Desde aquí te digo, Odily, mi
querida Odil, u Odi, como le decíamos muy cariñosamente, ahora que estás
gozando de la gracia del Señor, que siempre estarás en nuestros corazones,
porque tu obra será recordada siempre. Les pido, de todo corazón, queridos
hermanos, que siempre recen por ella y, sobre todo, que sigan su piadoso
ejemplo.
Las palabras del sacerdote conmovieron a
los asistentes, entre ellos a Ricardo, a quien sorprendí enjugándose unas
lágrimas.
Al concluir
la misa, se nos acercó Leónidas, el hermano de Odil, y nos invitó a su casa,
donde se ofrecería una recepción a los paisanos.
Cuando
llegamos, todos los ambientes estaban abarrotados de parientes y amigos,
conversando animadamente, bebiendo algo y a la espera de los platos cuyos
aromas llegaban desde la cocina. En la puerta estaban Leo y su sobrina Ercilia,
la hija de Odil, quien saludó a Ricardo con un frío Cómo está, señor, gracias
por venir, retirándose de inmediato.
–Gracias,
por acompañarnos, hermano –le dijo Leónidas, más cálidamente, estrechándolo
entre sus brazos–; no me imaginé que vendría tanta gente, voy a ver si consigo
un par de sillas para ustedes.
–No te
preocupes, Leo, así estamos bien; además no nos podemos quedar mucho tiempo,
porque tengo que recoger a mi esposa en Miraflores, tú sabes.
–Bueno, pero
siquiera sírvanse un platito. Hemos preparado cuy chactado al estilo de la
tierra, con su ajiaco, que seguro hace tiempo no comen. No se lo pierdan. Ah,
me olvidaba, por ahí está la Sole, quien me ha dicho que quiere saludarte,
Ricardo, para recordar los viejos tiempos. ¿Te acuerdas de ella, no? Está en la
terraza, con las amigas de Odil, que han venido de Chimbote.
–Gracias,
Leo, sí la recuerdo; luego me acerco a saludarla.
Cuando
Ricardo escuchó la mención a la Sole me hizo una señal, que la entendí como una
indicación para desaparecernos al instante. Imaginé la razón de su apremio. No
podía ser otra.
Ya de
regreso a su casa noté que seguía conmovido, pero, contra su costumbre, guardó
silencio durante todo el trayecto. Se había vuelto un hombre lacónico. Solo
rompió su mutismo para decir:
–Creo que sé
lo que me quería decir Odil, compadre.
–¿Sí?
–Sí, compadrito –y me abrazó fuertemente.
–¿Sí?
–Sí, compadrito –y me abrazó fuertemente.
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