Carlos Alberto Saavedra
Bueno, ¡qué quieren que les diga! Conocía los huracanes solo por haberlos
visto en alguna
que otra película de catástrofes, de esas con las que Hollywood
nos asusta de vez en cuando, haciéndonos dar las gracias por no haber estado en
el lugar de los acontecimientos. Solo que esta vez yo sí estuve allí.
Carlos Saavedra (Beto) |
Había llegado a Manhattan, justo al East Greenwich Village, atendiendo una
invitación de mi hijo, “Como para que salgas de la rutina, padre, y de paso
estudies para tu examen de real estate”, me dijo. Y fui, pues, justo el día en
que también estaba llegando a Nueva York el Huracán Sandy, sin que nadie lo
hubiera invitado.
Fueron días de casi religioso recogimiento, de angustia disimulada (ustedes
saben, yo no soy muy amigo de las exageraciones), en los que pude sobrellevar
las falencias y turbulencias ocasionadas por la furia de la naturaleza con
espíritu cuasi monjeril, esperando el milagro del rescate, que se dio en gran
medida gracias al azar, a mi porfía y acaso a que a la Virgen, Santa Rosa o San
Martín se les dio por atender los ruegos y oraciones de este discreto
bajopontino de Samanco, que cuando vive situaciones dramáticas o en los minutos
previos al decolage del avión, se transforma en un verdadero cucufato, con
rezos, persignadas y todo, discretamente, claro, para evitar el roche.
Quién diría que cuando ya estaba al borde del nocaut, cuando ya no tenía
víveres para sobrevivir un día más, se me apareció la Virgen en la forma de un
mercachifle hindú (el único que se había atrevido a abrir su kiosko de
chucherías en Union Square), a quien seguramente le caí en gracia por mi sutil
semejanza con la gente de su etnia.
Resulta que en el tercer día del paso de la tormentosa Sandy pude
comunicarme con mi
hermana Mérida y aceptar su apremiante invitación a
trasladarme a su casa de Queens, donde los vientos huracanados no habían sido
tan destructivos y, al menos, habían dejado indemne el sistema eléctrico del
condado.
Huracán Sandy |
Así que con un maletín, de esos que dejan llevar como equipaje de mano en
los aviones, y mi ropa sucia en una bolsa de Walmart, salí temprano a tomar un
taxi, con tan mala suerte que durante tres horas fui ominosamente ignorado por
los escasos taxistas que se atrevieron a circular por Manhattan en esos días,
quienes, no percatándose de mi evidente tercera edad, preferían a las mujeres
embarazadas, notorios discapacitados o carcamales con exageradas dificultades
para caminar.
No pude, pues, tomar un taxi, y tampoco podía permanecer en la calle,
porque el frío y el viento ya estaban afectando mi no muy sólida corpulencia y
el hambre comenzaba a manifestarse de una manera insoportable. De manera que
opté por subir a oscuras los cinco pisos que conducían al departamento de mi
hijo Carli, tomar un poco de agua, comer los últimos bocaditos chipi que
quedaban por ahí y eliminar las excedencias orgánicas antes de bajar a hacer un
segundo intento, ya en la tardecita.
Durante más de una hora traté de abordar algún taxi, igualmente si éxito,
cuando en eso me percaté de que justo en la parte de Union Square que da a la
Calle 15 había un kiosko atendiendo a un montón de gente, así que me acerqué,
compré un jugo de coco, unas galletas y un periódico de bajo costo (algo así
como El Trome, en español, con su calata y todo) y esperé a que se
disperse la gente, en la esperanza de que el que atendía (un hindú vejancón de
agria apariencia) pudiera facilitarme su teléfono celular para comunicarme con
mis familiares, seguramente angustiados allá en Virginia, por mi incomunicación
de varios días. Mi calidad de no habido era inminente.
En principio el hindú me dijo que no podía prestarme su teléfono porque
tenía muy poco
saldo. “Only to talk with my wife, you know”,
recalcó, como para hacerme ver que antes que todo era un marido monógamo, fiel
y orgullosamente sacolargo; como casi todos los pendejos de mis amigos, que
quieren aparentar lo que no son, me dije a mí mismo. “Le pago cinco dólares por
una llamada”, le propuse, arriesgándome a un enérgico rechazo, y entonces él,
muy amablemente y sin duda sacrificando su urgente coloquio conyugal, aceptó
que yo hiciera la llamada.
Grúa dañada por Sandy |
Y así pude hablar con mi hija Lili y decirle que estaba bien y que en un
rato iría a Queens a alojarme en lúaúaa casa de mi hermana Mérida, apenas
consiguiera taxi; como diciéndole no te preocupes, hijita, que eso es lo más
huevo del mundo; para no preocuparla, obviamente.
Cuando vi al hindú aliviado de la presión de la clientela, me le acerqué y
en mi precario inglés (casi tanto como el de él, y eso es lo bueno en el
diálogo de la gente que no domina muy bien ese idioma, se hablan casi como los
indios de El Llanero Solitario, y llegan a entender perfectamente lo que se
dicen en su media lengua), le dije algo así como What a day, sir! Yes, what a day,
it´s horrible, never seen something like this; never, sir, me contestó él,
como dándome el amén. Y yo, ya entrando en confianza y
asumiendo que vivía en otro condado, le pregunté cómo había venido a Manhattan,
a lo que él me dijo que había contratado un taxi de ida y vuelta y que –para
ponerlo en una expresión coloquial– le había costado un ojo de la cara. Dios
mío, pensé, qué drama, porque el pata era medio tuerto. “¿Y dónde queda su
casa?”, insistí, y él me contestó que en Queens. Entonces yo me dije, Oh, my
God, esta es la mía, y casi con indiferencia, como si hablara de la disputa
entre Obama y los republicanos por la reforma migratoria, cosa que a los
hindúes les importa un pito–, indagué: “¿At what time are you coming
back to Queens, sir?” “At five”, me contestó él, medio desconfiado.
Entonces le expliqué, que yo también quería ir a Queens, que si podía compartir
su taxi, que le pagaría la mitad del costo, y, claro, por dentro, le rogaba que
no sea malo, que Alá, Mahoma, Brahama y la diosa Kali se lo recompensarían, que
la ley del karma... Y en fin, encomendando mi suerte a la de Dios, al Señor de
los Milagros y a la Beatita de Humay, porque yo en circunstancias como estas,
como cuando estoy en un avión, ya lo dije, se me da por la rezadera de la beata
más contrita.
Felizmente el tío atracó, y, no a las cinco, sino a las seis nos dirigimos
a abordar el taxi, que no era un taxi, sino su propio automóvil, un Lexus que
tenía estacionado en la misma Calle 15, en el que me llevó a Queens por 30
lucas verdes.
¡Resulta que el kioskero de medio pelo, que vendía periódicos, chicles,
cigarrillos, caramelos, era dueño de un Lexus del año!
Y así llegué a la casa de Mérida, tras casi dos horas de hacer un trayecto
que usualmente toma
30 minutos, viendo enormes y gruesos árboles caídos sobre
casas y automóviles, con un hedor de tres días sin conocer la ducha (porque yo
con agua fría no me baño así me paguen), con un hambre que no sentía desde mi
adolescencia, y feliz de reencontrarme con alguien de la familia.
Árboles caídos por el Huracán en New York |
Gracias a Dios, pude bañarme con agua calientita y comer no solo algo
decente, sino deliciosamente peruano: un cebichazo de blue fish, un
caldo de choro y un tacu taco híbrido, entre chinchano y dominicano, pero
escaso de frejoles, que me levantaron la moral.
Y aquí estoy, casi en la gracia de Dios, todavía en casa de Mérida,
haciendo caminata con Alfonso, su paciente esposo, saludando con respeto, casi
con reverencia, a la multitud de mercachifles hindúes que pululan por la
avenida Roosevelt y esperando que pase el vendaval para regresar a Manhattan a
seguir repasando el libro de real estate para dar el examen y obtener la
licencia correspondiente, que es la razón de haber venido a esta hermosa y
asolada urbe.
Desde entonces aprecio y respeto mucho a los hindúes, los saludo con
reverencia, aunque ellos me ignoren olímpicamente; bueno, sería mejor decir a
los nativos de la India, a quienes no les gusta que los llamen hindúes porque
–como me aclaró no muy diplomáticamente mi profesor de inglés, que es un indio
de la India– el hinduismo es una religión, no una nacionalidad; que lo correcto
sería que los llamen indios, aunque por culpa de Christopher Columbus y el
Llanero Solitario… pero ese es otro cantar y mejor lo dejamos ahí.
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