¡Qué precioso texto! Exclamamos, en el silencio de nuestra voz que hendía nuestro propio éxtasis. Este texto que sobre Pablo Picasso ha escrito nuestra dilecta amiga Cristina Castello, nos sumerge en el mundo mágico del creador de imágenes. Algo tan vital para los antropólogos ahora que la Antropología Visual vuela con alas propias.
Leer este texto de Cristina Castello, es remontarse más allá de un más acá inexistente para quien no ha visto lo que ella ha podido ver y... sin embargo, eso no es posible. Su exquisita sensibilidad para captar los filones más hermosos de la vida es algo que pocas personas pueden compartir con ella, muy pocas personas, demasiado pocas...
Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de la Santísima Trinidad Mártir Patricio Clito Ruiz y Picasso, nacido en Málaga el 25 de octubre de 1881 y muerto en Mougins, Francia, el 8 de abril de 19783, fue conocido simplemente como Pablo Picasso. Él dijo que “el arte está en decadencia desde la cueva de Altamira” pero no ha podido ser creído por quienes contemplan su obra. Él tendrá razones para decirlo, pero nadie podrá negar que el arte se desarrolla y que cada etapa tiene sus propias manifestaciones y también tiene sus propios artistas originales que han aportado decisivamente al desarrollo de la imagen.
El antropólogo estudia las imágenes creadas por el hombre en las diversas etapas de la historia, en sus propias culturas, etc. y las va creando también, él mismo, con ayuda de la tecnología actual. Margaret Mead reconoce que la Antropología ha dependido de la cámara desde que fue posible tomar fotografías en el trabajo de campo. Antes de la fotografía, se hacía uso del dibujante y del pintor.
Las artes plásticas están pues unidas estrechamente a la antropología, porque expresan en imágenes lo que se precisa para tener una idea clara y precisa de lo que las palabras por sí solas no pueden expresar del todo. El mismo artista ha hecho uso de las imágenes para manifestar sus gustos, sus disgustos, sus simpatías, sus odios, sus alegrías sus tristezas y, en fin, la imagen ha servido a los políticos y a los religiosos para sus propios fines.
Mucho antes de la cámara fotográfica o de la filmadora, el hombre se expresaba o capturaba el mundo subjetivo y objetivo, mediante la imagen gráfica o literaria. Así como encontramos las pinturas rupestres, encontramos también las imágenes que se esculpen en los textos escritos. El mundo de la imagen es ahora el mundo tratado por la Antropología Visual. Con mayor razón aún en este tiempo en que Internet lo invade todo.
Cada sociedad ve las cosas a su manera y la expresa, gráfica o literariamente, como tiene sentido para ellas aunque para nosotros pueda no tenerla a causa de las diferencias culturales, debido a la diferente racionalidad que nos caracteriza. El simbolismo de los artistas de los últimos siglos, nos ha permitido ir comprendiendo las características intrínsecas de esa expresividad artística que los antropólogos acostumbraron llamar “primitiva”.
El ser humano, ciertamente, se ha preocupado, desde muy antiguo, de utilizar las imágenes parea expresar el mundo, el mundo mítico, su propio mundo. Las primeras manifestaciones visuales que hace el hombre –o las más antiguas que nos han llegado- se encuentran realizadas sobre la roca de las paredes y techos de las cuevas, y muchas de ella están a profundidades tales que resulta difícil para un hombre actual llegar a ellas. De esta manera se pone en contacto con sus divinidades, a quienes rinde culto y solicita que les sean propicias.
Es curioso que los filósofos como Jean Baudrillard hayan exclamado airados que las imágenes son asesinas de lo real. Las imágenes también son una realidad. Es lo que no se ha comprendido. Una realidad a su manera, pero realidad al fin y al cabo.
El «Guernica»— ese extracto de sangre, rebeldía y llanto.
Cristina Castello.
«Yo, Picasso» era su frase favorita. Fue un desesperado por la vida y la arrasó. No tuvo límites. Ni para crear, ni para doblegar. Ni para beberse el arte, el alcohol y los burdeles; ni para encerrarse en silencio, para crear. El 8 de este abril se cumplen los treinta y seis años de su adiós (¿A Dios?). Hoy grita, gime, increpa y resiste desde el «Guernica», su obra maestra. Desde ese cuadro que es historia, que escribió la Historia, y que es emblema de libertad, «Yo, Picasso» sigue alertando a los inocentes de la Tierra. En el corazón de este mundo trémulo, su clamor pictórico y vital tiene hoy, aún más entidad.
Niño prodigio y superdotado; comunista y pacifista, o burgués. Tierno y cruel; amigo y traidor... aquella vez. Aunque ardió en su fuego, salió siempre ileso, él. Calcinaba a los otros. A las otras. Las mujeres eran sus diosas, pero también, «frazadas para limpiar pisos» y «máquinas para sufrir». Sus ojos desorbitaban destinos. Lo rodeó la muerte y lo abrazó la vida, hasta los 91, cuando nos dejó. ¿Quién fue: Eros o Tánatos?
Fue un chamán, un genio; el mayor artista del siglo XX y hasta ahora sin parangón. Pintor, escultor, grabador, dibujante, su obra fue decisiva para el desarrollo del arte, e incluso para el diseño gráfico, la ilustración y el cómic. Ganó un dinero incalculable; mientras otros artistas morían de hambre, él vivía en castillos y, cuando sus obras los desbordaban, no los vendía: compraba otros.
Se declaraba pacifista y fue miembro del Partido Comunista Francés, hasta su adiós. Pero si bien la obra del Picasso de los 20 años, refleja el desconsuelo de los excomulgados de la humanidad, el de los cuerpos abismados, y el de los ciegos, después nunca mostró explícitamente un compromiso con el dolor universal. Hasta que el demonio nazi aliado [al] otro amo de los infiernos —el Generalísimo español Francisco Franco— se encaramó en pájaros asesinos. Pájaros-aviones que bombardearon la ciudad vasca de Guernica el 26 de abril de 1937, y la muerte puso huevos en la herida. ¡Oh ruiseñor de sus venas! (García Lorca).
El chamán Picasso reaccionó de inmediato en favor de los republicanos. Henchido de ira y pletórico de arte, pintó el célebre «Guernica».
El «Guernica»— ese extracto de universo sin palomas. El «Guernica»— ese extracto de sangre, rebeldía y llanto, a partir del cual hay un antes y un después. Un antes y un después para la pintura; un antes y un después —o debería haberlos— en las conciencias de quienes miran esos tres metros de alto y ocho de largo, de arte, furia y piedad.
Con esta pintura, nada más —y nada menos—, que está en el Museo «Reina Sofía» de Madrid, hubiera sido suficiente para la gloria del genio.
El «Guernica» es un alegato contra la guerra, contra el terrorismo franquista y contra todo fascismo. La violencia, las madres, las mujeres, la maternidad, la sexualidad, laten en esa obra, como un retrato del espanto. Fragmentos de vidas y muertes, son pequeñas imágenes de la gran imagen de un caos organizado, en la obra suprema que exige Libertad.
De un lenguaje pictórico sorprendente, es el trabajo de un maestro de la composición que revela, a la vez, la mirada inocente de un niño.
Así fue Pablo Picasso. De pequeño pintó como un adulto, y recién en su madurez, recuperó su mirada de infante: «Desde niño pintaba como Rafael, y me llevó toda una vida aprender a dibujar como un niño». Cierto, no es fácil recuperar la inocencia.
Pero nunca estuvo solo para buscar su mirada virgen; un año antes de morir, cuando tenía ya 90, dijo que la muerte fue la única mujer que lo acompañó siempre. Y entonces, las trece diosas «oficiales» que fueron sus frazadas para limpiar pisos y que, sin embargo, lo amaron incluso hasta el suicidio... ¿Qué hicieron?
Animal en celo
Quiso ser libre como el mar, y resultó esclavo de su sed hacia todo y hacia todas. Como un animal en celo, necesitaba de las mujeres, con la misma potencia con que las mimaba primero, y maltrataba después. Se desesperaba por las adolescentes, quería probar toda forma de sexo, ahogarse de pasión para mejor emerger. Si hasta fue sospechado de homosexual por el novelista Norman Mailer. ¡Vaya «delito»!
Después de haber pintado «El picador», en La Coruña a los cuatro años, se enamoró de Carmiña. Él tenía diez octubres; ella es «La niña de los pies descalzos», cuadro que el Maestro conservó hasta su adiós.
Jadeante de deseo y tórrido de delectaciones, de allí en más todos sus amores —¿sabía amar?— se convirtieron en pinturas. Por sus etapas: azul, rosa, cubista, la de cercanía al surrealismo, la expresionista, las de las máscaras africanas —por todas, después de Carmiña— desfilaron muchas de sus mujeres. La cupletista célebre Josefa Sebastiá— «La Chelito»; las que surgieron de aventuras, producto de la frecuentación de cabarés de París, Barcelona y Madrid y más.
Hasta que llegó —le llegó—Fernande Olivier. Con ella convivió en el barrio de Montmartre, en París, pero se escapó del hogar para crear otro con Eva Gouel, a quien llamaba «Ma Jolie» («Mi Linda»).
1917 le regaló a Olga Koklova, bailarina del ballet ruso, al que abandonó por Don Pablo Ruiz Picasso, llamado así hasta que —por rechazo hacia su padre— comenzó a firmar sólo son el apellido de su mamá. Al año siguiente se casaron: la princesa fue la única esposa de Picasso ante la ley; a partir de entonces, se integró la «alta sociedad» y vivió como un burgués. La rusa aristocrática, se había presentado ante él, altiva:
—«Soy Olga Koklova, la sobrina del Zar», tronó como si susurrara, al tiempo que descubría su escote de aguas sediciosas frente al sediento de toda sed.
Bellísima sobre su metro 55 de estatura, en las obras de su esposo apareció como una tonta, empecinada, e insatisfecha. ¿Existe la realidad o existen los ojos que la miran?
El primer hijo de ambos, Paulo, nació tres años más tarde, y ayudó a disimular el fin del amor, que se anunciaba. Con sus monerías infantiles, regocijaba a las arenas de la Costa Azul, al tiempo que la decadencia de la pareja encontraba su apogeo.
Como si su vida hubiera sido un best-seller, la historia del Genio estuvo signada también por la tragedia. Paulo, con quien siempre había sido indiferente, murió de cirrosis y alcohólico; y —por una perversión del destino— su nieto Pablito se suicidó el día de la muerte del artista, pues Jacqueline Roque, su última y dictadora compañera, no lo dejó entrar al funeral. El pequeño bebió cantidades de lavandina, y se fue de la Tierra... ¿Con su abuelo, a Dios?
Picasso había fumado opio en París con Apollinaire, Mirbeau, Lautrec y Modigliani. Buscaban semillas de sueños para sembrar la aurora. Fumaban para soñar. Y como un sueño llegó a su vida Marie-Thérèse Walter, cuando ella tenía 17 años y él 46. Era 1927.
El deseo erótico se sumaba al placer de la aventura; el secreto de los encuentros era absoluto, para evitar problemas con la ley, por la edad de la adolescente. Cuando nació María concepción, Maia, la hija de los dos, Olga fue abandonada. Y también, a su turno, Marie-Thérèse, quien, sin embargo, siguió asistiéndole con devoción: le cortaba las uñas y el pelo y las guardaba, en un orden cronológico estricto, pues él temía que le hicieran brujerías. Escribió a su amado durante treinta años; y finalmente, cuando él murió, se suicidó en la casa de Picasso en la Costa Azul.
Los ojos verdes de la fotógrafa yugoslava Dora Maar, le llegaron de la mano de Paul Éluard y su dulce esposa Nush, quienes los presentaron en un café de París. Corría 1936 y el chamán cayó rendido ante su belleza e inteligencia. Pero... ¿Es que él se rendía ante algo o alguien?
No, también desertó de aquella mirada esmeralda, para tomar de la mano a Françoise Gilot, en 1943, con quien tuvo otros dos hijos: Claude y Paloma.
Dora, brillante y talentosa, había fotografiado toda la etapa del Guernica, mientras sufría escenas de celos, que continuaron después de la separación. Cada vez que él la encontraba con alguna posible pareja, hacía escándalos mayúsculos; para su delirio, cada mujer llevaba la «marca Picasso» y a ella se debía. Dora terminó en un manicomio, y finalmente se hizo profundamente religiosa.
Fue Jacqueline Roque, su última mujer, la única que pudo dominarlo, bueno... apenas; trató de aislarlo de sus amistades, hijos y nietos, lo acompañó hasta el final. Después de la muerte de Picasso en 1973 en Mougins, Francia, se pegó un tiro, pues no encontraba un sentido a la vida, sin él. Están enterrados juntos, en los jardines del Palacio de Vauvenargues, que Picasso había comprado, pero donde nunca había vivido, en la Riviera Francesa. Mientras se comía la vida, sin saberlo, había preparado su propio sepulcro, suntuoso.
El arte a quemarropa
Casi todas sus mujeres escribieron libros sobre él. Pero cuando Françoise Gilot, publicó «Mi Vida Con Picasso», él no quiso ver nunca más a los hijos de ambos, Claude y Paloma. Con la única que se frecuentaba a veces, era con Maia, hija de Marie-Thérèse, se recordará. Ya grande, ella reconoció que su padre hubiera deseado guardar consigo a todas las mujeres; como un coleccionista, las clasificaba por color, forma y espíritu. Como a las mariposas.
¿Cuál de sus mujeres fue la más amada, si es que amó a alguna, más allá del ansia de poseerlas todas? Quizás lo fue la más oculta, la poeta Geneviève Laporte, más de 40 años más joven que él, bella, refinada, sutil. Aparentemente la relación duró un lustro, pero jamás la olvidó. «Nunca podré ser más que tus pinceles /Ser obra de tus manos /Estar dentro de ti», reza un fragmento de alguno de sus poemas para él.
Pero todas le escribieron versos. Y también él escribió, entre cuyos libros, el más conocido es la obra de teatro «El deseo agarrado por la cola». Él lo podía todo. ¿Todo?
El poeta Guillaume Apollinaire lo escuchaba y acompañaba, con el afecto de los amigos verdaderos. Curiosa vida: en 1911 un empleado suyo robó algunas estatuillas del Museo del Louvre y las vendió a Picasso. Apollinaire fue detenido por la policía francesa y el genio fue llamado a declarar. Dijo no conocer en absoluto al poeta. Fue una traición.
¿Y cómo llamar a las expresiones de Joan Miró, cuando, con su esposa Pilar, se enteró de la muerte del gran Maestro? «Pilareta —se alegró— desde ahora el número uno soy yo».
Cada palabra es un autorretrato: aquí, el de Monsieur Miró.
Pablo Picasso dejó un imperio y sus herederos viven en torno de su fortuna; salvo Paloma Ruiz Picasso, hija del pintor y de Françoise, que tiene su propio imperio de fragancias, joyas y bolsos. A ella le correspondieron 30.000 millones de la herencia, es dueña... hasta de rascacielos y, con su hermano Claude, compraron la isla Petalious en Grecia, a la cual casi no van. Amaba a su papá: le importaba su inteligencia y su bohemia; ríe cuando cuenta que —ante ciertos gastos— le escuchaba siempre la misma respuesta: «¿Crees que eres la hija de Rockefeller?».
Picasso, ¿Eros, Tánatos, o ambos? Quizá ninguno. Picasso era un genio, y a los genios no se los suele medir con la misma vara que a todos. Tienen la «pasión del Absoluto», de la que escribió Louis Aragon, aunque no se refería a ellos. Son seres para quienes nada es suficientemente «algo».
Aunque tengan una vida social activa, están aislados. Necesitan encontrar-se en la soledad, su único lugar posible. ¿Saben amar? El arte es un amante tan exigente que quiere al hombre todo entero, según Miguel Ángel Buonarroti. «Nunca podré ser más que tus pinceles», había comprendido sabiamente Geneviève.
¿Hay un lugar cierto para alguien más, en la vida de un genio o de un artista? No, salvo si ese alguien sólo acompaña como una«frazada para limpiar pisos»; o si es capaz de no perder su propia libertad interior y de conservar su propio mundo, en lugar de subordinarse al genio y dedicarse a la ceremonia de su adoración. Una de las pocas excepciones fue la conducta Johann Sebastian Bach, quien tuvo una cotidianidad aparentemente normal. No hay muchas más.
Aunque transiten las sombras, ellos tienen gula de luz. Tienen furia de hurgar en sus propias ventanas, hacia adentro, para encontrar ese nido celeste. Esa parte de Infinito que justifica y explica el arte, para de vivir entre el cielo y la tierra con aspiración de eternidad.
El mundo es hoy una boa devoradora de vidas. Pueda Picasso, pueda el «Guernica» estremecer otra vez el corazón del hombre. Y que la Justicia «rompa sus andrajos grotescos de farándula, se escape de la pista, se meta por la puerta falsa, donde los mercaderes del mundo dirigen los destinos del hombre, y esa Justicia, pida la palabra» (León Felipe).
Niño prodigio y superdotado; comunista y pacifista, o burgués. Tierno y cruel; amigo y traidor... aquella vez. Aunque ardió en su fuego, salió siempre ileso, él. Calcinaba a los otros. A las otras. Las mujeres eran sus diosas, pero también, «frazadas para limpiar pisos» y «máquinas para sufrir». Sus ojos desorbitaban destinos. Lo rodeó la muerte y lo abrazó la vida, hasta los 91, cuando nos dejó. ¿Quién fue: Eros o Tánatos?
Fue un chamán, un genio; el mayor artista del siglo XX y hasta ahora sin parangón. Pintor, escultor, grabador, dibujante, su obra fue decisiva para el desarrollo del arte, e incluso para el diseño gráfico, la ilustración y el cómic. Ganó un dinero incalculable; mientras otros artistas morían de hambre, él vivía en castillos y, cuando sus obras los desbordaban, no los vendía: compraba otros.
Se declaraba pacifista y fue miembro del Partido Comunista Francés, hasta su adiós. Pero si bien la obra del Picasso de los 20 años, refleja el desconsuelo de los excomulgados de la humanidad, el de los cuerpos abismados, y el de los ciegos, después nunca mostró explícitamente un compromiso con el dolor universal. Hasta que el demonio nazi aliado [al] otro amo de los infiernos —el Generalísimo español Francisco Franco— se encaramó en pájaros asesinos. Pájaros-aviones que bombardearon la ciudad vasca de Guernica el 26 de abril de 1937, y la muerte puso huevos en la herida. ¡Oh ruiseñor de sus venas! (García Lorca).
El chamán Picasso reaccionó de inmediato en favor de los republicanos. Henchido de ira y pletórico de arte, pintó el célebre «Guernica».
El «Guernica»— ese extracto de universo sin palomas. El «Guernica»— ese extracto de sangre, rebeldía y llanto, a partir del cual hay un antes y un después. Un antes y un después para la pintura; un antes y un después —o debería haberlos— en las conciencias de quienes miran esos tres metros de alto y ocho de largo, de arte, furia y piedad.
Con esta pintura, nada más —y nada menos—, que está en el Museo «Reina Sofía» de Madrid, hubiera sido suficiente para la gloria del genio.
El «Guernica» es un alegato contra la guerra, contra el terrorismo franquista y contra todo fascismo. La violencia, las madres, las mujeres, la maternidad, la sexualidad, laten en esa obra, como un retrato del espanto. Fragmentos de vidas y muertes, son pequeñas imágenes de la gran imagen de un caos organizado, en la obra suprema que exige Libertad.
De un lenguaje pictórico sorprendente, es el trabajo de un maestro de la composición que revela, a la vez, la mirada inocente de un niño.
Así fue Pablo Picasso. De pequeño pintó como un adulto, y recién en su madurez, recuperó su mirada de infante: «Desde niño pintaba como Rafael, y me llevó toda una vida aprender a dibujar como un niño». Cierto, no es fácil recuperar la inocencia.
Pero nunca estuvo solo para buscar su mirada virgen; un año antes de morir, cuando tenía ya 90, dijo que la muerte fue la única mujer que lo acompañó siempre. Y entonces, las trece diosas «oficiales» que fueron sus frazadas para limpiar pisos y que, sin embargo, lo amaron incluso hasta el suicidio... ¿Qué hicieron?
Animal en celo
Quiso ser libre como el mar, y resultó esclavo de su sed hacia todo y hacia todas. Como un animal en celo, necesitaba de las mujeres, con la misma potencia con que las mimaba primero, y maltrataba después. Se desesperaba por las adolescentes, quería probar toda forma de sexo, ahogarse de pasión para mejor emerger. Si hasta fue sospechado de homosexual por el novelista Norman Mailer. ¡Vaya «delito»!
Después de haber pintado «El picador», en La Coruña a los cuatro años, se enamoró de Carmiña. Él tenía diez octubres; ella es «La niña de los pies descalzos», cuadro que el Maestro conservó hasta su adiós.
Jadeante de deseo y tórrido de delectaciones, de allí en más todos sus amores —¿sabía amar?— se convirtieron en pinturas. Por sus etapas: azul, rosa, cubista, la de cercanía al surrealismo, la expresionista, las de las máscaras africanas —por todas, después de Carmiña— desfilaron muchas de sus mujeres. La cupletista célebre Josefa Sebastiá— «La Chelito»; las que surgieron de aventuras, producto de la frecuentación de cabarés de París, Barcelona y Madrid y más.
Hasta que llegó —le llegó—Fernande Olivier. Con ella convivió en el barrio de Montmartre, en París, pero se escapó del hogar para crear otro con Eva Gouel, a quien llamaba «Ma Jolie» («Mi Linda»).
1917 le regaló a Olga Koklova, bailarina del ballet ruso, al que abandonó por Don Pablo Ruiz Picasso, llamado así hasta que —por rechazo hacia su padre— comenzó a firmar sólo son el apellido de su mamá. Al año siguiente se casaron: la princesa fue la única esposa de Picasso ante la ley; a partir de entonces, se integró la «alta sociedad» y vivió como un burgués. La rusa aristocrática, se había presentado ante él, altiva:
—«Soy Olga Koklova, la sobrina del Zar», tronó como si susurrara, al tiempo que descubría su escote de aguas sediciosas frente al sediento de toda sed.
Bellísima sobre su metro 55 de estatura, en las obras de su esposo apareció como una tonta, empecinada, e insatisfecha. ¿Existe la realidad o existen los ojos que la miran?
El primer hijo de ambos, Paulo, nació tres años más tarde, y ayudó a disimular el fin del amor, que se anunciaba. Con sus monerías infantiles, regocijaba a las arenas de la Costa Azul, al tiempo que la decadencia de la pareja encontraba su apogeo.
Como si su vida hubiera sido un best-seller, la historia del Genio estuvo signada también por la tragedia. Paulo, con quien siempre había sido indiferente, murió de cirrosis y alcohólico; y —por una perversión del destino— su nieto Pablito se suicidó el día de la muerte del artista, pues Jacqueline Roque, su última y dictadora compañera, no lo dejó entrar al funeral. El pequeño bebió cantidades de lavandina, y se fue de la Tierra... ¿Con su abuelo, a Dios?
Picasso había fumado opio en París con Apollinaire, Mirbeau, Lautrec y Modigliani. Buscaban semillas de sueños para sembrar la aurora. Fumaban para soñar. Y como un sueño llegó a su vida Marie-Thérèse Walter, cuando ella tenía 17 años y él 46. Era 1927.
El deseo erótico se sumaba al placer de la aventura; el secreto de los encuentros era absoluto, para evitar problemas con la ley, por la edad de la adolescente. Cuando nació María concepción, Maia, la hija de los dos, Olga fue abandonada. Y también, a su turno, Marie-Thérèse, quien, sin embargo, siguió asistiéndole con devoción: le cortaba las uñas y el pelo y las guardaba, en un orden cronológico estricto, pues él temía que le hicieran brujerías. Escribió a su amado durante treinta años; y finalmente, cuando él murió, se suicidó en la casa de Picasso en la Costa Azul.
Los ojos verdes de la fotógrafa yugoslava Dora Maar, le llegaron de la mano de Paul Éluard y su dulce esposa Nush, quienes los presentaron en un café de París. Corría 1936 y el chamán cayó rendido ante su belleza e inteligencia. Pero... ¿Es que él se rendía ante algo o alguien?
No, también desertó de aquella mirada esmeralda, para tomar de la mano a Françoise Gilot, en 1943, con quien tuvo otros dos hijos: Claude y Paloma.
Dora, brillante y talentosa, había fotografiado toda la etapa del Guernica, mientras sufría escenas de celos, que continuaron después de la separación. Cada vez que él la encontraba con alguna posible pareja, hacía escándalos mayúsculos; para su delirio, cada mujer llevaba la «marca Picasso» y a ella se debía. Dora terminó en un manicomio, y finalmente se hizo profundamente religiosa.
Fue Jacqueline Roque, su última mujer, la única que pudo dominarlo, bueno... apenas; trató de aislarlo de sus amistades, hijos y nietos, lo acompañó hasta el final. Después de la muerte de Picasso en 1973 en Mougins, Francia, se pegó un tiro, pues no encontraba un sentido a la vida, sin él. Están enterrados juntos, en los jardines del Palacio de Vauvenargues, que Picasso había comprado, pero donde nunca había vivido, en la Riviera Francesa. Mientras se comía la vida, sin saberlo, había preparado su propio sepulcro, suntuoso.
El arte a quemarropa
Casi todas sus mujeres escribieron libros sobre él. Pero cuando Françoise Gilot, publicó «Mi Vida Con Picasso», él no quiso ver nunca más a los hijos de ambos, Claude y Paloma. Con la única que se frecuentaba a veces, era con Maia, hija de Marie-Thérèse, se recordará. Ya grande, ella reconoció que su padre hubiera deseado guardar consigo a todas las mujeres; como un coleccionista, las clasificaba por color, forma y espíritu. Como a las mariposas.
¿Cuál de sus mujeres fue la más amada, si es que amó a alguna, más allá del ansia de poseerlas todas? Quizás lo fue la más oculta, la poeta Geneviève Laporte, más de 40 años más joven que él, bella, refinada, sutil. Aparentemente la relación duró un lustro, pero jamás la olvidó. «Nunca podré ser más que tus pinceles /Ser obra de tus manos /Estar dentro de ti», reza un fragmento de alguno de sus poemas para él.
Pero todas le escribieron versos. Y también él escribió, entre cuyos libros, el más conocido es la obra de teatro «El deseo agarrado por la cola». Él lo podía todo. ¿Todo?
El poeta Guillaume Apollinaire lo escuchaba y acompañaba, con el afecto de los amigos verdaderos. Curiosa vida: en 1911 un empleado suyo robó algunas estatuillas del Museo del Louvre y las vendió a Picasso. Apollinaire fue detenido por la policía francesa y el genio fue llamado a declarar. Dijo no conocer en absoluto al poeta. Fue una traición.
¿Y cómo llamar a las expresiones de Joan Miró, cuando, con su esposa Pilar, se enteró de la muerte del gran Maestro? «Pilareta —se alegró— desde ahora el número uno soy yo».
Cada palabra es un autorretrato: aquí, el de Monsieur Miró.
Pablo Picasso dejó un imperio y sus herederos viven en torno de su fortuna; salvo Paloma Ruiz Picasso, hija del pintor y de Françoise, que tiene su propio imperio de fragancias, joyas y bolsos. A ella le correspondieron 30.000 millones de la herencia, es dueña... hasta de rascacielos y, con su hermano Claude, compraron la isla Petalious en Grecia, a la cual casi no van. Amaba a su papá: le importaba su inteligencia y su bohemia; ríe cuando cuenta que —ante ciertos gastos— le escuchaba siempre la misma respuesta: «¿Crees que eres la hija de Rockefeller?».
Picasso, ¿Eros, Tánatos, o ambos? Quizá ninguno. Picasso era un genio, y a los genios no se los suele medir con la misma vara que a todos. Tienen la «pasión del Absoluto», de la que escribió Louis Aragon, aunque no se refería a ellos. Son seres para quienes nada es suficientemente «algo».
Aunque tengan una vida social activa, están aislados. Necesitan encontrar-se en la soledad, su único lugar posible. ¿Saben amar? El arte es un amante tan exigente que quiere al hombre todo entero, según Miguel Ángel Buonarroti. «Nunca podré ser más que tus pinceles», había comprendido sabiamente Geneviève.
¿Hay un lugar cierto para alguien más, en la vida de un genio o de un artista? No, salvo si ese alguien sólo acompaña como una«frazada para limpiar pisos»; o si es capaz de no perder su propia libertad interior y de conservar su propio mundo, en lugar de subordinarse al genio y dedicarse a la ceremonia de su adoración. Una de las pocas excepciones fue la conducta Johann Sebastian Bach, quien tuvo una cotidianidad aparentemente normal. No hay muchas más.
Aunque transiten las sombras, ellos tienen gula de luz. Tienen furia de hurgar en sus propias ventanas, hacia adentro, para encontrar ese nido celeste. Esa parte de Infinito que justifica y explica el arte, para de vivir entre el cielo y la tierra con aspiración de eternidad.
El mundo es hoy una boa devoradora de vidas. Pueda Picasso, pueda el «Guernica» estremecer otra vez el corazón del hombre. Y que la Justicia «rompa sus andrajos grotescos de farándula, se escape de la pista, se meta por la puerta falsa, donde los mercaderes del mundo dirigen los destinos del hombre, y esa Justicia, pida la palabra» (León Felipe).
*Cristina Castello es poeta y periodista. Buenos Aires /París
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